En las primeras páginas de su libro, Westheim describe como una “tremenda sorpresa y casi un trauma” la experiencia de los visitantes europeos en esta exposición al contemplar la estatua de Coatlicue (diosa de la fertilidad, venerada como la madre de los dioses. En la representación más conocida se le puede ver con un atuendo de serpientes, un collar hecho de manos y corazones humanos y un cráneo en el centro), un cráneo de cristal, los grabados de artistas como Manuel Manilla y José Guadalupe Posada, en los que se satirizan eventos trágicos, políticos y de la vida cotidiana a través de esqueletos, y las representaciones de arte popular en las que figuran las calaveras de manera recurrente.
Westheim hace referencia a la crónica que escribió el crítico de arte francés Paul Rivet en el año de la exposición en París: “Signification du succès de l’art mexicain” (Significado del éxito del arte mexicano). En ella, expresa el asombro e incluso la incomodidad por el carácter “mórbido, cruel y macabro” que se mostraba en las reacciones de los visitantes. Se preguntaba cómo concebir ese mundo que les era tan ajeno a los europeos y en el que se aborda a la muerte no como una pesadilla sino con humor e ironía.
¿CUÁNDO SE PERMITE LA RISA?
Cabe preguntarnos si acaso, cuando estamos ante un relato de Kafka, no nos sucede algo similar a la sensación que, según Rivet, tuvieron los parisinos al contemplar la reaparición de las calaveras a lo largo de la historia del arte mexicano en aquella exposición de 1952. ¿Cómo era posible sostener una celebración ante la propia caducidad representada por la muerte? En este sentido, si bien algunas lecturas identifican la presencia del humor en los textos de Kafka, lo cierto es que este aspecto humorístico es quizá el que más se pasa por alto al leer o interpretar su obra. Aunque, por supuesto, pensar el humor en Kafka significa entenderlo dentro de una atmósfera sombría, lo cual para muchos se contrapone con la idea de la hilaridad.El propio Kafka consideraba humorísticos sus textos. Es conocida la anécdota referida por su amigo Max Brod, según la cual Kafka no paraba de reír al leer en voz alta las primeras páginas de El Proceso ante un grupo de amigos en Praga. Este suceso nos llega a través de Brod ya impregnado de una sorpresa, de una extrañeza ante tal hilaridad; una sorpresa similar a la que se refiere Rivet cuando describió la reacción del público europeo en la exposición de arte mexicano.
En el estudio mencionado, Westheim rastrea la hilaridad mexicana ante la muerte desde la visión particular que encontramos en el México antiguo. Morir no implica enfrentarnos a un cielo o a un infierno según merezcamos, explica Westheim. De acuerdo con esta visión, “lo horrible no es la caducidad de las cosas terrestres: lo trágico es estar a la merced de las demoniacas fuerzas que obran a su arbitrio como Tezcatlipoca.”[1] Esta deidad, conocida como el dios de la fatalidad, puede entenderse como un trickster divino, un hechicero que engaña a los hombres y a los dioses, y les hace malas jugadas sin razón aparente. ¿No es justamente eso lo que hace Kafka con sus personajes? Los somete a las situaciones más trágicas y absurdas —y aparentemente lo encuentra gracioso—.
Claro, desde la conquista española, Tezcatlipoca, Quetzalcóatl (dios de la vida y del conocimiento, también conocido como la contraparte luminosa de Tezcatlipoca, pues encierra en sí mismo la dualidad de la condición humana) y todo el entramado mitológico del México antiguo se ha diluido a un grado tal que no podemos decir con certeza qué tanto se ha preservado en las tradiciones populares como la celebración del Día de Muertos tan conocida ahora en todo el mundo. Pero en el México moderno encontramos más y más ejemplos de cómo se puede entender a la muerte de forma festiva y personificada. En este reglón, los artistas Manilla y Posada son figuras indispensables. Una vez más: el humor y la ironía se construyen con elementos sórdidos, macabros, trágicos.
KAFKA EN PARÍS, ¿HABRÍA REÍDO?
Los lugares geográficos en las obras de Kafka suelen no tener nombres o ubicaciones reales; no obstante, Reiner Stach, uno de los biógrafos más importantes y conocedores de la obra de Kafka, señala un caso excepcional: la novela El desaparecido, escrita entre 1912 y 1913, que se desarrolla en Estados Unidos. Kafka nunca viajó a América, pero para escribirla investigó en libros, reportajes e incluso entrevistó a conocidos que habían estado ahí. Llaman la atención, sin embargo, una serie de imprecisiones y errores que se preservan en el texto, el ejemplo más citado es el nombre de la ciudad de “Oklahama” en lugar de Oklahoma. O la incorrecta localización de la ciudad de San Francisco, que en la novela se sitúa en la costa este y no en el oeste como se encuentra en realidad.Stach apunta, adicionalmente, otro “error” cuyo significado podría ser más revelador. En el primer párrafo de la novela se describe la Estatua de la Libertad alzando hacia el cielo una espada y no una antorcha. Mientras se llevaba a cabo la preparación del texto para su publicación, Kafka fue alertado acerca de este desliz, así que pudo haberlo corregido, pero no lo hizo: su mordaz ironía, simbólica y humorística, se impuso sobre la “objetividad unívoca” de los hechos. Podríamos pensar que conservar la espada es una forma de mostrar la idea americana de libertad como una broma de humor negro. Dicho sentido del humor es el talante que asumen los mexicanos frente a la caducidad de la existencia. Mientras Heidegger pregona la angustia como modo de ser ante la muerte, los ilustradores mexicanos como Manilla y Posada se mofan de ella, la convierten en un esqueleto que baila y se carcajea, le ponen sobrenombres como “la pelona”, o bien le componen rimas jocosas. Cabe preguntarnos, entonces, ¿cuál habría sido la reacción de Kafka si hubiera estado en la exposición de arte mexicano en París?
[1] Paul Westheim, La Calavera, traducción de Mariana Frenk, Breviarios, Fondo de Cultura Económica, tercera edición 1983, p. 40