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"Lo sagrado es la audacia"
En esta discusión a propósito del documental 'Austerlitz' surgen varias preguntas sobre la función de los campos de exterminio y los memoriales en tiempos de turismo masivo.
“Observar no es juzgar”, me digo desde la incomodidad que crece minuto a minuto, como si la cámara del cineasta ucraniano Sergei Loznitsa en Austerlitz (Alemania, 2016) hurgara sin apuro en los paradójicos comportamientos de las personas que visitan el campo de concentración de Sachsenhausen en Oranienburg, a 35 kilómetros de Berlín. Me fastidia el sonido “militar” de los pasos de los visitantes que marchan con sus botellitas de agua, con sus teléfonos móviles, con sus sombreros y anteojos para protegerse de un sol omnipresente. Hay un ruido ambiente perturbador en el que se ensamblan el balbuceo en alemán, en inglés, en español, en varias lenguas; un murmullo babélico que se mezcla con el canto de los pájaros y el rumor del viento que agita las ramas de los árboles. ¿Qué se fotografía en un espacio como este, más allá de la necesidad imperiosa, en tiempos de redes sociales, de capturar una imagen que exprese el “yo estuve aquí”? ¿Tal vez la intención sea atrapar un vestigio, por más ínfimo que sea, del horror vivido en ese campo, cuando se sacan selfies con la frase de fondo “Arbeit macht frei” (“el trabajo los hará libres”)?
“Ducharse era un lujo –dice una de las guías en español–. Entraban en esa habitación, ahí había una conexión de agua y también de gas. ¿Por qué lo hacían con ducha? Uno a la ducha no le tiene miedo, ¿para qué oponer resistencia si solo me llevan a la ducha? Les asesinaban en ese lugar –señala hacia un punto fuera del encuadre de la cámara– y les sacaban por la rampa”. A continuación se escucha la voz de otra guía, también en español, que explica lo que se hacía con los restos de los cuerpos quemados: “Las cenizas se depositaban en la última sala y luego se esparcían por el campo como abono”. El turismo en los cimientos del exterminio, algo terriblemente normal, tal vez resignifica la “banalidad del mal”, expresión acuñada por la filósofa alemana Hannah Arendt. Algunos individuos –los turistas, los visitantes, los guías– parecen actuar dentro de las reglas del sistema al que pertenecen sin reflexionar sobre sus actos.
¿Qué significa que un espacio como este proyecte una película como la de Loznitsa?, interpela el periodista Julián Gorodischer en el microcine Raymundo Gleizer del Centro Cultural de la Memoria Haroldo Conti, antes de iniciar el debate sobre “La poética artística y el futuro de la memoria” con la directora del Parque de la Memoria, Nora Hochbaum; la directora del Museo Sitio de Memoria ESMA, Alejandra Naftal, y la cineasta Albertina Carri. Esta es la segunda actividad de “El futuro de la memoria”, proyecto impulsado por el Goethe-Institut que se propone abrir un espacio alternativo para pensar cuestiones urgentes sobre la memoria de las dictaduras, la violencia y los conflictos armados acontecidos durante las últimas décadas en Argentina, Brasil, Chile, Colombia, Uruguay y Perú.
Nora, que vio la película por primera vez, no sabe si está enojada o si le gustó. “Lo único que tengo claro es que echaría a todos los guías a la calle”, reconoce la directora del Parque de la Memoria y advierte que es una película que logra su objetivo de inquietar. “Me preocupa cómo mira a la gente dentro del campo de concentración. Por momentos me pareció una mirada irrespetuosa sobre el ser humano, como si fueran zombies, los muertos vivientes caminando por ahí. Él quiere que el espectador se inquiete respecto del uso de los espacios de memoria que tengan connotaciones con la muerte, con el terrorismo o los holocaustos”.
Alejandra Naftal, directora del Museo Sitio de Memoria ESMA, subraya que es una película “totalmente tramposa”. “No te da información de nada porque no sabés qué está viendo el público, que está leyendo. Muchos parecen zombies, pero otros no. Hay un par de primeros planos de unas caras donde decís esa persona algo vio, algo le pasó. La cámara nunca se mete adentro de un espacio, está siempre afuera. La información la tiene uno; entonces como tenés esa información ves una falta de respeto. Que sea en blanco y negro tiene que ver con eso; imaginate esta película llena de colores, con las remeras, las mochilas, los gorros. Sería más fuerte todavía”, opina Alejandra. “Para los que trabajamos en estos espacios la incomodidad y la comodidad tiene que ser permanente, porque si es incómodo todo el tiempo, alejás a la persona que viene a vivir una experiencia. Si le das todo resuelto, se fue de Disneylandia. La película, sin mostrar nada, refleja lo cómodo y lo incómodo. Él está jugando con el que ve la película, no con el que está en el campo visitando”, reflexiona la directora del Museo Sitio de Memoria ESMA.
Albertina Carri, directora de Los rubios (2003) y Cuatreros (2016), entre otras películas, y creadora de la videoinstalación Operación fracaso y el sonido recobrado en el Parque de la Memoria, defiende a Loznitsa y califica al film del ucraniano como “un documental de observación”. “Siempre hay una manipulación en cuanto al momento en que pone la cámara y en qué día; se elige una temperatura, un clima, y todos esos cuerpos sin ninguna reflexión sobre lo que el sol habrá significado en ese campo. Pero no es responsabilidad del cineasta; él pone la cámara en ese lugar y narra eso. Incluso me parece muy respetuoso no entrar a los lugares: se queda a la entrada viendo cómo entran y cómo salen”, aclara la cineasta.
“Los guías cuentan la historia con sus palabras, con su línea filosófica del mundo, pero sí se dice qué pasó ahí. De hecho la guía española es muy fuerte porque termina de contar un momento muy dramático de quema de cuerpos, de cómo los llevaban y los mataban, e inmediatamente después dice: ‘ahora vamos a comer un bocata’”, recuerda Albertina. “¿Qué nos pasa ante esas hordas de personas con sombreros, anteojos y cámaras? Cuando vi la película por primera vez pensé: '¡Qué pena que no es en color!', pero eso sería un escándalo. El blanco y negro suaviza la mirada, sino sería muy indignante de ver. Ese blanco y negro ayuda a bajar esa sensación de zombies y de banalización, de cierta falta de respeto. ¿A qué viene esta gente? ¿Qué hace con esas fotos? ¿Las pone en Facebook? ¿Qué hacés con las fotos que te sacás en un campo de concentración? Es rarísimo… ¿Para qué te sacás una foto en un campo de concentración?”.
Alejandra cuenta cómo se fue conformando un consenso en torno al Museo Sitio de Memoria ESMA. “Como una institución pública del Estado argentino, teníamos que construir un relato en un lugar donde las dos herramientas fundamentales eran el edificio, como prueba material, y las voces de los sobrevivientes, que son los únicos que podían narrar lo que pasó aquí. Optamos por un camino que era necesario, el informativo, didáctico, documental, para después apelar a la experiencia. ¿Por qué va la gente a estos lugares? Si todo lo tienen en Internet de manera virtual. La gente va a vivir una experiencia; de tanta virtualidad necesita ir a los lugares y ver. No va a buscar conocimiento, no va a enterarse lo que pasó en ese campo de concentración. Va a compartir una experiencia con otro”.
Julián observa que hay un puente con el desecho de Loznitsa –en relación a que casi la totalidad de la película está hecha de fuera de campo, de imágenes que quizá un documental tradicional hubiera desechado– y el trabajo de Carri con materiales de desechos cinematográficos en la muestra que presentó en el Parque de la Memoria. “Lo desechado, lo descartado, ¿es una buena vía para acceder tanto al conocimiento como a la expresión artística cuando se trata de la memoria trágica?”, pregunta el periodista. La cineasta confirma que le interesa particularmente la idea del desecho porque “es lo que no te muestran, como el reclamo de (Jacques) Derrida que pedía que los noticieros nos muestren todo lo no editado para reescribir el mundo”. “Yo vengo trabajando con eso no editado, tanto en los desechos con el monstruo que hice en el Parque de la Memoria como en mi película Cuatreros, en la que trabajé con material que no necesariamente se puso al aire en su momento”.
La directora de Los rubios señala las diferencias entre el Parque y el Museo Sitio de Memoria ESMA. “El espacio que funciona aquí fue un centro clandestino, un campo de concentración; no es un monumento a las víctimas, es otro tipo de relato el que necesita construir. Para mí la película no trata sobre cómo la institución decide contar eso, sino qué pasa hoy, cómo llega la gente a ese lugar. La cámara va circulando por esos desechos, por esos afueras, y nunca tenés muy claro dónde estás”. Una anécdota ilustra un nudo de indiferencia y desidia acaso difícil de desatar. “Cuando estuve montando la muestra en el Parque, pasó un tipo con toda la familia y le dijo a la mujer: ‘Nombres, nombres, un montón de nombres… no sé qué son esos nombres’. Yo me quedé helada, ¿cómo no sabe? En todos lados hay carteles que dicen Monumento a las Víctimas del Terrorismo de Estado. Hay un punto en donde no es responsabilidad de la institución ni del cineasta, sino del capitalismo bestial en el que vivimos”, explica Albertina.
Nora se resiste a pensar que el turismo y la masividad sean malos. “El gran desafío está en la institución, en los programas educativos, en lo que pasa adentro de estos lugares. El Parque no fue un centro clandestino, no fue un campo de concentración, entonces desde el vamos el abordaje es otro; fue concebido como un espacio de belleza, de homenaje, de memoria, que se articula con el arte y la educación. El bus turístico de la ciudad tiene una parada en el Parque y la gente baja y se saca fotos”. La directora del Museo Sitio de Memoria ESMA asegura que es preferible pasar por el desafío de la masividad. “Yo quiero que venga mucha gente. En el Sitio tenemos un video a la entrada con el objetivo de introducir a la gente; les damos algunas pistas para que quede un poco conmovida y después se porte bien: aquí se torturó, aquí se mató, de aquí se tiró la gente viva al mar… Después les decimos que esto es prueba judicial, que no se pueden tocar las paredes, no se puede comer, no se puede correr. Les mostramos los ‘no’, pero transformándolos porque están visitando algo importante”, destaca Alejandra.
El moderador del debate menciona la tendencia de “faltarle el respeto al Holocausto”, en el sentido de salir de una mirada canónica y plantear una visión satírica. “¿Tiene que ver con el paso del tiempo, con la distancia que nos separa del acontecimiento? ¿Tiene que ver con los permisos que da estar vinculado a las víctimas?”, quiere saber Julián. “Los hechos traumáticos como la última dictadura llevan muchísimo tiempo poder atravesarlos –responde Albertina–. En un principio de la posdictadura se necesitaron determinados tipos de discursos para reconstruir las posibilidades de memoria, verdad y justicia. A medida que fue pasando el tiempo, aparecieron las voces de los hijos. Ese momento es más de quiebre, donde la mirada empieza a ser otra. El otro día leía en un catálogo de unos artistas que ‘lo sagrado no es la vida, lo sagrado es la audacia’. La gracia del arte es poder reflexionar desde la intrepidez, romper con lo canónico y convertirlo en parte de la vida para acercarte a cierta posibilidad de hacer el duelo”.
Varias personas necesitan compartir sus inquietudes. “Esta película me remite a dos conceptos fundamentales: el silencio y lo siniestro –precisa una mujer–. Los compañeros de este lugar vivieron lo siniestro, pero de lo siniestro no se pudo hablar”. Una joven recuerda la película “opuesta” a la de Loznitsa: El Predio (2010), de Jonathan Perel. “No hay que tenerle miedo a la masa –propone-. Un logro de la política alemana es que ese campo de concentración sea un punto turístico obligado, que la gente tenga esa experiencia, no importa si sale modificada o no”. Un señor da en el blanco de la cuestión. “La humanidad vive permanentemente en holocaustos reiterados. La humanidad es una historia de masacres. La Argentina es un ejemplo de esta situación”, afirma. Hay heridas que no suturan ni cicatrizan. Hay crímenes y daños que son irreparables y toda tentativa de clausura está condenada al fracaso. “Observar es exhumar los velos de lo ‘normal’ para indagar en la oscuridad”, anoto en mi libreta con la modesta intuición de que el futuro es siempre abierto e incierto cuando hablamos de memorias.