Adén, Yemen  Los flujos y reflujos del puerto de Al-Maala

Kareem Hassan Mongy señala el antiguo puerto de Al-Maala en Adén, Yemen. Al fondo se ven viejas botas de pesca pequeñas en la orilla del mar.
La mayor parte de la vida de Kareem Hassan Mongy estuvo ligada al puerto de Al-Maala, en Adén. Décadas después, cuando el puerto desapareció con el tiempo, sus recuerdos permanecieron vivos en su interior. © Reia Mozahami

Algunos encuentros marcan una vida; para Kareem Hassan Mongy, fue su primer encuentro con el puerto de Al-Maala en Adén. En los colores de los contenedores, los sonidos de los barcos atracando y la energía bulliciosa de los trabajadores, descubrió un mundo que lo cautivó al instante. A lo largo de décadas, el puerto se ha transformado, creciendo y menguando, al igual que el propio Kareem. Sin embargo, los recuerdos de su corazón palpitante, luces brillantes y vida vibrante permanecen: un reflejo duradero de su conexión con el hogar.

Fue amor a primera vista. De hecho, puede que incluso el amor haya precedido a la “primera vista”.

Cuando pisé por primera vez, a mis 14 años, el muelle del puerto de Al-Maala en Adén en 1986, me sentí inmediatamente enamorado. Los contenedores multicolores cuidadosamente apilados sobre los magníficos barcos que atracaban en el puerto eran una vista encantadora. Era como un mosaico de su propia naturaleza, una pintura sin marco contra el telón de fondo de los cielos infinitos que se encuentran con un mar infinito. El ajetreo de los trabajadores contra el silencio de las oficinas, las bocinas resonantes de los barcos contra los chillidos de las gaviotas y los golpes de las olas, el olor del mar y el olor del humo de los barcos contra el ruido del metal y el susurro de la brisa: fue una erupción de vida que me envolvió al instante. Este es un mundo que solo había imaginado en mis fantasías más salvajes cuando era niña, que finalmente conocí cuando era joven y que moldearía mi vida a lo largo de los siguientes años.

Mapa donde se puede ver dónde está el Puerto de Al-Maala, Adén, en Yemen. © Canva

Soy Kareem Hassan Mongy, un yemení cuya vida ha estado relacionada en gran parte con este puerto. Todo empezó cuando me uní a mi tío como trabajador temporal en el puerto durante mi adolescencia. Junto con unos 180 jóvenes, nos apresurábamos a estar frente de las puertas del puerto desde las 7:30 de la mañana cada día. Cuando éstas se abrían, entrábamos en tropel y así empezaba el clamor de los martillos, el zumbido de las sierras eléctricas y el ruido de los metales y los golpes de la madera. La energía y el bullicio duraban hasta las 6 de la tarde cada día, mientras los sonidos del puerto continuaban. Éramos jóvenes, y también lo era el puerto. Nuestras energías se complementaban perfectamente. Era un trabajo agotador para un joven pequeño y delgado que trabajaba muchas horas bajo un sol deslumbrante. Pero me encantaba: decir que trabajabas en el puerto era algo admirable para un joven de mi edad, y me sentía afortunado de estar allí.

Entre las obras de construcción, me levantaba para limpiarme las gotas de sudor que me caían por la frente y me nublaban la vista, mientras observaba con asombro cómo llegaba otro barco. Las ensordecedoras bocinas del barco atraían a menudo la atención de otros trabajadores, que en su mayoría eran tan jóvenes como yo, y ellos también miraban hacia arriba. Juntos permanecíamos en silencio, contemplando la vista, rindiendo homenaje al enorme visitante que llegaba a nuestras costas. Y yo me preguntaba: ¿qué se encuentra en esos contenedores coloridos, cuidadosamente apilados a bordo del barco?

Poco tiempo después lo averiguábamos. Se corría la voz sobre el origen del barco, lo que había a bordo y si parte de esa carga se quedaría atrás o si subirían a bordo mercancias de Yemen.

Y a medida que se cargan o descargan los contenidos del barco, de frutas y productos frescos, jugos y frijoles, somos los primeros en probar los tesoros que lleva o llevará. Una regla tácita les dio a los trabajadores del puerto el acceso a la mayor cantidad posible de bienes y recompensas de los barcos que llegaban, para comer tanto como quisiéramos. Pero, como con Adán y Eva, había una regla para permanecer en el paraíso: no podíamos llevar ninguna de estas recompensas más allá de los límites de sus paredes.

Después de llenarnos de los tesoros de los barcos, regresamos al trabajo: cargar los ladrillos, mezclar el cemento, colocarlos, erigir paredes y pavimentar pisos. A lo largo de los días, semanas y meses, contribuí a construir una pequeña mezquita, un salón para los trabajadores y otras partes del puerto. A lo largo de los días, semanas y meses, el puerto se parecía más y más a un hogar. Mis huellas de manos quedaron en sus paredes. Quedé arraigado para siempre en sus edificios, y eso está arraigado para siempre en mi corazón.

Por ello, cuando mis días como trabajador en el puerto terminaron, me despedí de él con el corazón apesadumbrado. No había tenido la oportunidad de explorar el muelle de turistas, conocido como “muelle del Príncipe de Gales”. Mi tío me había dicho que esa sección se llamaba así porque su construcción en 1919 fue ordenada por el entonces gobernante de Yemen, el Príncipe Eduardo, hijo del Rey Jorge V, que era el Príncipe de Gales. Según mi tío, esa parte era diferente del resto del puerto. Tenía su propia atmósfera y yo quería explorarla. En un puerto al que me había acostumbrado, esa era una parte que seguía siendo misteriosa para mí.

Pasaron los años. Me hice mayor y con él mi añoranza por el puerto y mi curiosidad por esa parte. Durante cuatro años trabajé en otro lugar, pero mi corazón y mis sentidos estaban ligados al puerto. Mis oídos estaban atentos a las bocinas de sus barcos. Demasiado a menudo oía su llamado sin importar dónde estuviera en Sanaa. Instintivamente visualizaba los mosaicos en lo alto del barco y me preguntaba de dónde había venido y qué bienes que transportaba. Así que cuando en el año 2000 me contrataron en el puerto, sentí que era una oportunidad para recuperar el tiempo perdido y redescubrir el lugar que tanto había echado de menos. Me contrataron como inspector de reservas de billetes y tuve la oportunidad de explorar esa parte del puerto que antes sólo había visto de refilón. Lo que se decía del muelle Príncipe de Gales era cierto: se distinguía del resto del puerto de Al-Malaa. Tenía un amplio salón que ofrecía comodidad a los visitantes extranjeros, un quiosco que servía comidas rápidas, una tienda que mostraba el sabor local de los accesorios y perlas yemeníes y un interior elegante, diferente al de otras partes del puerto. Por toda esa parte del puerto brillaban faroles que alumbraban durante toda la noche, listos para dar la bienvenida a los visitantes cuando llegaran.

Los cruceros y yates turísticos que paraban aquí no eran como los que yo había visto antes. No hacían sonar bocinas ni tenían contenedores coloridos y cuidadosamente dispuestos. Pero traían un color diferente: gente de varias nacionalidades, con sus lenguas y culturas diversas, y música, que a menudo tocaban las bandas que acompañaban a los turistas que descendían de sus cruceros para disfrutar de un descanso en las costas yemeníes, respirando el aura y el aire de Yemen.

El puerto nunca dejó de estar vivo y nunca dejó de sorprenderme.

Pero a medida que yo envejecía y cambiaba, también lo hacía el puerto. Pronto surgieron otros puertos que competían con él y los acuerdos políticos entre el gobierno yemení posterior a la unificación y los actores regionales hicieron que el puerto de Al-Maala quedara marginado. Luego, las guerras alejaron a los turistas y desalentaron a los comerciantes.

El puerto dejó de hacer eco de esos sonidos que reflejan la abundancia de movimiento. El lugar que no dormía y el muelle inquieto se convirtieron en un icono de aislamiento y silencio a plena luz del día. La puntualidad de los trabajadores para presentarse a trabajar ya no es la misma, sus ambiciones y entusiasmo han sido reemplazados por la desesperación y el desinterés. Las herramientas del taller del puerto están hoy polvorientas y oxidadas. Los vientos que traen turistas acompañados de las palabras de miles de culturas se han contaminado con aguas residuales y desechos.

He envejecido y el puerto ha envejecido conmigo. Ha muerto, pero sigue vivo en mi memoria para siempre.

Este artículo se publica en colaboración con Egab.

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