Cuando el turismo cae en un marasmo
Los parques de diversiones olvidados de Florida
Crecer en Florida me marcó profundamente. Viviendo en Washington, D.C., muy lejos de los animales exóticos y las tormentas tropicales de mi tierra natal, es común que choque con barreras culturales. Hoy en día, en general oigo burlas sobre el estado donde nací: comentarios crueles sobre el Hombre de Florida y un desdén abierto por la política del estado. La parte profunda de ese lugar extraño, enterrada debajo de su brillante exterior turístico, rara vez queda expuesta a la vista de los forasteros.
Así que permítanme llevarlos en un viaje a una tierra donde el tiempo se detiene, una península dominada por pantanos y vergeles de naranjas. Esta es una historia sobre objetos ignorados de la Vieja Florida, provenientes de una época anterior a los enormes parques de diversiones de Orlando y las autopistas de varios carriles.
Rex, el Dinosaurio del Beach Boulevard
Había una vez una manada de enormes animales de concreto que reinaba en los verdes pastos de un establecimiento de Jacksonville llamado Goony Golf. Como buen minigolfito estereotípico, las magníficas bestias fungían de obstáculos, distrayendo a los jugadores con su encanto chabacano y obstruyendo el camino de cada uno de los 18 hoyos. El jefe máximo del lugar era Rex, un tiranosaurio de concreto de seis metros de alto que blandía un hueso de un lado a otro para bloquear las pelotas que quisieran entrar al ansiado hoyo final.
Tres generaciones de mi familia visitaron Goony Golf antes de que quebrara a finales de los años noventa, y todos esquivaron el hueso de Rex mientras aspiraban a un hoyo en uno. Registrado en Google como un "monumento histórico de Jacksonville, Florida", Rex, el Dinosaurio del Beach Boulevard se ha convertido en una suerte de mascota para la gente de la ciudad. Cuando Goony Golf cerró sus puertas, una compañía de bienes raíces compró la propiedad, lo que desató un movimiento local que defendió al dinosaurio a toda costa durante la transición entre dueños. Los citadinos protestaron contra la destrucción de Rex y de milagro lo salvaron de morir a manos de bulldozers y bolas de demolición. Los estudiantes de construcción de la Universidad del Norte de Florida restauraron la escultura y el periódico local pidió la ayuda de la comunidad para encontrarle un nombre apropiado al querido monstruo naranja. Así que, aunque ya no exista Goony Golf, Rex sigue montando guardia en su reino —actualmente una plaza comercial genérica en el Beach Boulevard—, donde sirve de recordatorio de una Vieja Florida extravagante y casi olvidada.
Folclor familiar
En 1958, un joven matrimonio de Johnson City, Tennessee, se mudó hacia el sur, a Florida. La pareja, mis abuelos, fue de una ciudad a otra persiguiendo el empleo de mi abuelo hasta asentarse con sus dos hijitos en Jacksonville, una ciudad muy cerca de la frontera con Georgia, en la costa Atlántica de Florida. En ese entonces, Jacksonville era una fracción de lo que es ahora: apenas era una ciudad mediana de doscientos mil habitantes que abarcaba dos mil kilómetros cuadrados. Casas estilo rancho beige, cafés y blancas ocupaban lotes de mil metros cuadrados en el vecindario de clase media donde la pareja compró una casa que consistía en un bloque cuadrado de cemento. A un lado había un vasto prado donde pastaba el ganado, y donde mi abuelo domaba y montaba vacas incautas en sus ratos libres. A pesar de que la ciudad no fuera una metrópoli en ningún sentido, mi abuela, que había crecido en la zona rural de Tennessee, se sentía abrumada por sus innumerables puentes e intrincadas calles de un solo sentido.
La ciudad se convirtió en el nuevo hogar de la pequeña familia, y Florida, en el escenario de su trabajo, escuela y vacaciones. Viajar en avión seguía siendo caro e inaccesible para mucha gente en ese entonces, por lo que la mayoría de las familias planeaba excursiones en coche. Antes de Walt Disney World, que abrió sus puertas oficialmente en 1971, no había mucho que ver en Orlando aparte de vergeles de naranjas, así que los turistas visitaban destinos más modestos. Para la familia de mi madre, eso significaba descubrir nuevos rincones del Estado Soleado mientras hacían paradas técnicas frecuentes en los puestos a la orilla de la carretera para comprar cacahuates hervidos (la botana preferida de mi abuelo). Los ranchos de caballos, las granjas ganaderas y los jacales derruidos marcaban la transición de los límites urbanos de Jacksonville hacia el interior pueblerino de Florida. Cuando mi madre recuerda los viajes por carretera de su infancia, evoca largos trayectos en pequeñas carreteras estatales con espectaculares estrafalarios. En esa época, los espectaculares anunciaban pasatiempos extravagantes y caimanes bebés, que los viajeros podían comprar hasta bien entrados los años sesenta.
De chicos, mis hermanos y yo también pasamos horas en esas carreteras. La U.S. 301, la S.R. A1A, la S.R. 40, la S.R. 24 ... Seguramente, los pueblos salpicados por esas rutas han cambiado desde los años cincuenta, pero nunca lo adivinarías al cruzarlos en coche. Todo parecía alentarse cuando nos acercábamos a un pueblo nuevo, hasta el límite de velocidad disminuía. Conjuntos esporádicos de edificios de una sola planta conformaban el centro de esos municipios diminutos, y consistían invariablemente en cadenas de comida rápida y negocios familiares de venta de antigüedades. Los peatones eran escasos, lo que daba la impresión de que toda la población había salido a comer, sin importar qué hora del día fuera. Entre un pueblo y otro había más granjas, intercaladas con bosques de pinos interminables cuyas filas bien ordenadas se borroneaban al pasar y me daban vértigo. De vez en cuando avistábamos una franja de bosque deshecho, un remanente de los huracanes y de los incendios forestales de los últimos años.
La vuelta a la naturaleza
En lo profundo de un bosque pantanoso de Florida, solía haber una red de aguas de un turquesa brillante, con el adecuado nombre de "Blue Spring" (Manantial Azul). Ese manantial artesiano le daba vida a la zona ahora conocida como Dunnellon y les había brindado aguas prístinas durante milenios a los pueblos indígenas y a los animales de la región. Blue Springs era hermoso, pero no tenía nada de inusual: era apenas uno de los casi novecientos manantiales de esa zona rica en agua. Hasta que lo compraron unos desarrolladores en los años treinta. Los nuevos dueños transformaron el oasis idílico en un animado parque de diversiones y lo rebautizaron como "Rainbow Springs". Instalaron ahí una sucesión de servicios y atracciones, cada uno más fastuoso que el anterior: cataratas artificiales, jardines ornamentales, una tienda de regalos, alojamiento, lanchas con piso de vidrio, monorrieles con forma de hoja, un aviario, un zoológico y hasta un rodeo.Rainbow Springs parecía tener un futuro prometedor, pero las apariencias engañan. Para 1974, el otrora próspero parque de diversiones había cerrado por completo, víctima de su administración incompetente, de la expansión del sistema de autopistas y de los boletos de avión asequibles, que pusieron los destinos más lejanos al alcance de la mano. Así que los viajes a Dunnellon se frenaron en seco. Después de un parpadeo de comercialización en sus diez mil años de historia, el sereno abrevadero volvió a su estado de quietud.
En busca de las ruinas de Rainbow Springs, partí en un viaje por Florida Central por la carretera U.S. 301. En los caminos rurales donde está prohibido rebasar, el paisaje alternaba entre vacas Holstein y pinos ellioti. Al entrar al parque, de inmediato me enfrenté a una mezcla imposible de estancamiento y celeridad. Las algas cubrían estanques de agua quieta. Los hongos brotaban de árboles caídos. Al parecer, a muchas de las cascadas artificiales se les había olvidado cómo fluir. Las jaulas de los animales del zoológico estaban abandonadas y llenas de vegetación. Sus rejas se habían desplomado bajo el peso de la fronda. Sin embargo, justo fuera de mi campo visual, el manantial de un azul zafiro burbujeaba y sus aguas recorrían el bosque exuberante.
Sirenas de carne y hueso
A 77 kilómetros de Rainbow Springs hay otro pueblo mágico: Spring Hill, hogar de Weeki Wachee Springs. El paisaje natural es igual de impresionante, pero no es la atracción principal. Los visitantes venían a ver sirenas. Poco después de la Segunda Guerra Mundial, Newton Perry, un veterano que había entrenado como buzo táctico, se mudó a Weeki Wachee con un sueño improbable: fundar un ballet subacuático. Talló un escenario en la piedra caliza del manantial, contrató a mujeres para que interpretaran a las míticas doncellas y entrenó a sus hechiceras para respirar con mangueras. Erigió letreros en la carretera para publicitar su revolucionario teatro acuático, pero había un problemita: en 1946, había más caimanes y osos negros que pueblerinos en la zona. Así que, para llenar asientos, las sirenas tuvieron que adentrarse en la tierra y atraer traileros a su guarida subacuática. Para 1959 pudieron abandonar esa práctica, pues habían alcanzado la fama suficiente para que las muchedumbres llegaran solas a verlas cumplir con su destino de estrellas del mar.Me dirigí a Spring Hill cruzando pueblitos suburbanos en carreteras sin nombre. En el parque, las sirenas reinan en una suerte de Disney World en miniatura, con un estacionamiento desproporcionadamente grande y un laberinto de postes separadores que lleva a una taquilla única. Luego de cruzar las puertas, me sorprendió lo pequeño que era su reino. Sin embargo, una cantidad increíble de pueblerinos se materializó ex nihilo para formarse en la entrada de la atracción principal: una adaptación alegre de La sirenita de Hans Christian Andersen. Adentro, la audiencia se sentó emocionada mientras el telón se levantaba para revelar sirenas flotando en un acuario enorme, disfrazadas con colas y bikinis triangulares, y con el pelo largo suspendido en mechones rebeldes en el agua. En un acto sacado de algún universo lleno de criaturas de cuentos de hadas y números musicales, las doncellas marinas fingían que cantaban y hacían piruetas bajo el agua, inhalando de vez en cuando de una manguera interminable.
Pero nada es eterno. Un día, tan repentinamente como había llegado, el público empezó a escasear. Las sirenas se siguen presentando dos veces al día. Son una postal nostálgica de la Vieja Florida que persiste hasta nuestros días, pero con solo una pizca de su antiguo esplendor.
Marineland of Florida
En la costa atlántica de Florida, al sur de St. Augustine, existe un pequeño ecoparaíso utópico llamado Marineland. En su apogeo, Marineland contenía todo un imperio vacacional: un parque acuático que se extendía a ambos lados de la autopista conformado por múltiples restaurantes y bares, un cine 3D, zonas de acampar, hoteles, un estadio para espectáculos de delfines y, lo más importante, dos "oceanarios" mundialmente famosos: réplicas de tres pisos de un hábitat oceánico en las que los cineastas filmaban antes del advenimiento de las cámaras subacuáticas. Y al interior de los muros de la fortaleza oceánica, se gestaban cuentos fantásticos, solo que casi siempre eran verdad, no ficción, como su programa ultrasecreto para entrenar los primeros delfines. Al pasar de los años, el refugio playero recibió muchos héroes y heroínas dignos del nombre. Personajes como Benji, el lobo noble, y Clint Eastwood, el príncipe de Hollywood, peregrinaron a la maravillosa ensenada. Incluso el borracho libresco Ernest Hemingway viajó hasta allá, aunque solo fuera para visitar el Moby Dick Lounge: un bar con un barco de imitación, con todo y un interruptor que hacía mecerse el piso.Una expedición a Komodo
Los monarcas de Marineland —sus tres reyes y fundadores: W. Douglas Burden, Cornelius Vanderbilt Whitney e Ilya Tolstoy— provenían de contextos de esplendor inimaginable, pero el más espectacular era W. Douglas Burden. Cuando iba a la escuela, le fascinaba la ciencia, sobre todo los animales. En una de sus clases, escuchó, boquiabierto, a su profesor contar mitos sobre un dragón que habitaba en la isla de Komodo, en Indonesia. Burden se obsesionó y decidió conocer a la bestia cara a cara. Así que reunió un equipo y dirigió una expedición a Komodo. Resulta que las declaraciones estrafalarias de su profesor eran ciertas: el lagarto más grande del mundo vive en Komodo. Y durante el viaje de investigación autofinanciado, Burden rastreó a los enormes varanos por la jungla húmeda e incluso atrapó un espécimen, que envió al Zoológico del Bronx. Tras volver al reino de donde había partido, Burden le contó sus aventuras en la selva indonesia a su amigo, Merian Cooper, quien luego produciría King Kong."¡Nos aman!"
Los orígenes de Marineland son tan grandiosos como los de sus gobernantes. El 23 de junio de 1938, el parque abrió sus puertas al público. Temiendo que las instalaciones decepcionaran a la concurrencia, los tres fundadores se escondieron y esperaron a que pasaran las festividades. Mientras tanto, treinta mil visitantes provenientes de tierras lejanas acudieron en bandada a las puertas, clamando obtener un vistazo a la vida marina del parque. Sin embargo, solo unos veinte mil lograron entrar. Los otros diez mil quedaron atrapados en un embotellamiento de proporciones históricas, justo fuera del alcance de la celebración. El rey Burden estaba escondido en sus aposentos cuando un taquillero irrumpió en el cuarto, vació un saco de riquezas sobre el escritorio y proclamó: "¡Nos aman!".
Y durante muchos días y noches, el parque recibió enjambres de turistas de todo el país. Pero conforme el mundo a su alrededor cambiaba, el parque se vio forzado a adaptarse. Los espectáculos de delfines se detuvieron y la I-95 usurpó el estatus de la A1A como la vía norte-sur más grande del estado, lo que también frenó el tráfico en la zona. En respuesta, el parque pasó del entretenimiento a la investigación. Al fin, cuando una serie de huracanes dañó las instalaciones a principios de los dosmiles, Marineland se vio en una encrucijada: reparar los daños o construir algo completamente nuevo. Así que los edificios legendarios dieron paso a estructuras modernas, y solo dejaron escasos rastros del pasado extravagante del parque: una estatua de mármol de Neptuno, una tienda de regalos construida en los años cuarenta, un bajorrelieve antiquísimo en la entrada. Las nuevas instalaciones abrieron en 2006, pero la historia sobrevivió.
Una oda a la vieja Florida
En una tierra dominada por destinos vacacionales, aún se pueden encontrar artefactos de una industria turística menos conocida que quedó desplazada en el tiempo. Esas son las reliquias de Goony Golf y Rainbow Springs, pero, más en general, toda una clase de instituciones de la Vieja Florida que está al borde de la extinción. Su follaje es prehistórico; sus espectáculos, anticuados, y muchas de sus instalaciones están destruidas o abandonadas... Pero justo por debajo de la superficie inmóvil de estos parques olvidados fluye una corriente poderosa de historias. Por debajo del heno y de los robles antiguos, la Vieja Florida prospera, y vivirá feliz para siempre.