¿Por qué tienen tanto apoyo en esta época el nacionalismo y el populismo? Para entender la cuestión es necesario investigar sus causas y esto plantea otros interrogantes. ¿Qué podemos oponerle a este proceso desde la perspectiva de una democracia liberal? ¿Cómo podemos mostrar coraje civil? ¿Qué hay que hacer ahora? La ensayista y activista Kübra Gümüşay y el escritor Luis Felipe Miguel debatieron sobre qué puede hacer cada uno de nosotros para fortalecer una sociedad abierta y tolerante. Usted puede participar del debate dejando su comentario en el campo correspondiente de esta página o en Facebook, Twitter bajo el hashtag #portofrei. La moderación estuvo a cargo de Geraldine de Bastion.
15 de enero de 2018 | Kübra Gümüşay
Foto: Mirza Odabaşı
En 2017 me respondí estas preguntas: ¿Qué haría, qué pensaría, de qué me ocuparía todo el día, si en este mundo no hubiera guerra, odio, injusticia, discriminación?
En un primer momento no encontré ninguna respuesta, pues los conflictos de este mundo han dictado mi cotidianidad, mi profesión, mi vida. De todos modos, pienso que la pregunta es central para todos los que entre nosotros se ocupan profesionalmente de la política y quieren escapar al círculo vicioso de la reacción.
Es fácil de decir pero difícil de hacer: plantear una agenda propia. En 2017 pensé mucho sobre cómo sería una agenda propia. Una que no estuviara salpicada de "contra eso" ni de "anti lo otro", sino que incluyera todas las cosas por las que luchamos. Pues no se puede movilizar a las masas con el miedo de un futuro peor, así solamente se logra paralizarlas. Se crean hombres reaccionarios de conducta reactiva. En lugar de eso necesitamos visiones que miren al futuro y al mismo tiempo vean y tomen en serio los problemas del pasado y del presente.
Al final de mi búsqueda de una agenda quedó establecido: el tornillo de ajuste en el que puedo trabajar es el modo como hablamos entre nosotros en esta sociedad, el modo en que debatimos, cómo abordamos la política y la sociedad en el espacio público. Pues estoy convencida de que en realidad es posible debatir de modo constructivo sobre cualquier tema de este mundo, por más provocativo que sea.
La cuestión es sólo de qué modo y en qué contexto.
¿Qué me he propuesto para 2018? Aportar lo mío para una cultura discursiva más constructiva y reflexiva.
12 de enero de 2018 | Luis Felipe Miguel
Foto: Regina Dalcastagne
Los últimos diez años fueron muy duros para la democracia. El creciente desequilibrio económico y la inseguridad material, que afectaron también a países que antes sufrían poco esos problemas, enterraron el mínimo de cohesión social que necesita la democracia. Y peor aún: las olas de movilización de la sociedad civil como Occupy Wall Street y, antes, las protestas contra la OMC sufrieron una derrota. Ahora reina una extendida sensación de impotencia, como si el mundo debier ser como es y nosotros sólo pudiéramos aceptarlo: los mercados determinan todo y la democracia es sólo una delgada cáscara con la que se disfraza el poder de unos pocos.
¿Qué podemos hacer entonces? Pienso que el primer paso, y el más importante, es rechazar esa conclusión. No somos impotentes: el mundo no es algo que solamente se nos haya impuesto, es también resultado de nuestra acción común. Exactamente eso significa democracia: la sociedad no tiene una organización predeterminada. Se organiza como lo han determinado las personas que la han construido. Al fin y al cabo, la sociedad es el conjunto de nuestro obrar común. Es decir que está en nosotros construir una sociedad en la que mujeres y hombres puedan modelar su vida con más seguridad y autonomía. Para eso debemos practicar la democracia en la vida cotidiana, buscar relaciones y procesos de decisión más inclusivos y exigir en el plano estatal una democracia efectiva, un diálogo permanente entre gobernantes y ciudadanos.
9 de enero de 2018 | Geraldine de Bastion
Foto: Roger von Heereman / Konnektiv
Al comienzo de nuestro debate se planteó la pregunta: ¿qué podemos hacer? Hablamos sobre cómo se puede desarrollar una visión del futuro más positiva y cómo es posible involucrar a más personas, y también sobre la importancia de desconfiar de la política. Sus respuestas a la última pregunta fueron en direcciones complementarias: la desconfianza en la técnica –pero también en sistemas políticos– es efectivamente un factor importante en las democracias vitales.
Esto resulta válido sobre todo si miramos el año que pasó, un año que fue dominado por Trump y el concepto de noticia falsa. Trump mismo ganó con una estrategia de desconfianza respecto a las instituciones democráticas. Y a su vez la desconfianza respecto a sus decisiones políticas marcó el modo en que se informó sobre Trump.
Pero en 2017 también hubo otros episodios que nos ocuparon: catástrofes naturales como el terremoto de México y los huracanes en el Caribe. O los conflictos en Myanmar y Sudán del Sur. Y el populismo de extrema derecha que se está propagando por Europa.
Para 2018 me propuse apoyar iniciativas que busquen nuevas vías de acción contra la derecha. Por ejemplo, el grupo de artistas,
The Constitute, que viaja en su bus-laboratorio por Sajonia y les ofrece a los jóvenes una perspectiva distinta de la que puede darles la AfD.
¿Qué querrían hacer ustedes? ¿Qué se han propuesto para 2018?
14 de diciembre de 2017 | Kübra Gümüşay
Foto: Mirza Odabaşı
Respecto a la técnica, se necesita una sana desconfianza, porque no es ni neutral ni independiente. Pues comenzando por los datos, que son almacenados en algoritmos, hasta las funciones que se crean... no son neutrales sino que están igual de influidos que las personas que los crearon. Los arquitectos y arquitectas de nuestro mundo digital están influidos por las imágenes, las premisas, los ideales y valores de este mundo, que ellos a su vez ven con agrado, temen o presuponen irreflexivamente cuando programan y construyen esa tecnología. Un buen ejemplo de cómo las injusticias sociales se transmiten al mundo supuestamente “neutral” de la técnica son las cámaras web de la empresa HP: en 2008 la firma introdujo una cámara web que, se suponía, podía seguir automáticamente al usuario si este abandonaba el encuadre. Según se mostró poco después, las cámaras no eran capaces de reconocer ni seguir las caras de las personas negras. Algo escandaloso, que con razón generó en Internet mucha crítica, pero que explicitó una cosa: los arquitectos y arquitectas de Internet no están creando un mundo necesariamente mejor. Si no abordan conscientemente sus propias influencias, reproducirán y hasta pondrán de manifiesto las estructuras y desigualdades del ámbito social.
También herramientas populares como Twitter, Facebook y Google ejercen fuerte influencia en nuestra percepción... más allá de la discusión de contenido sobre las noticias falsas, también hay una influencia sobre las formas en que nos comunicamos. O también en la estética: por ejemplo, en las personas que usan Instagram vemos una tendencia a producir y utilizar imágenes rectangulares, lo que significa una gran desviación de los formatos de las décadas pasadas. Anil Dash, un famoso crítico del mundo tech y activista por una responsabilidad moral y ética, usa ese ejemplo para ilustrar cómo la técnica influye sobre nuestro pensamiento y nuestra percepción, más allá de los contenidos.
De modo justificado él aboga por más crítica y más desconfianza respecto a las empresas de tecnología, que tienen gran responsabilidad en las desigualdades sociales y los procesos destructivos. No son proveedores “neutrales” de servicios, sino arquitectos y arquitectas de nuestro presente.
Respecto al mundo tecnológico, nos haría muy bien una sana desconfianza, pero sobre todo una posición de menor expectativa. El debate ético sobre el mundo tech está pendiente desde hace mucho tiempo.
12 de diciembre de 2017 | Luis Felipe Miguel
Foto: Regina Dalcastagne
La democracia necesita confianza, pero también desconfianza. Sin cierta confianza mutua no podemos trabajar juntos, la vida en sociedad se volvería imposible, y la meta de una política democrática –construir juntos un futuro común– sería inalcanzable. Pero también tenemos que poder vigilar y controlar el ejercicio del poder. Nuestras instituciones son en realidad una especie de desconfianza institucionalizada, basada en la única verdad trascendental que la ciencia política ha establecido en toda su historia: cada vez que confiamos en las buenas intenciones de los hombres que tienen poder sobre nosotros, nos vemos en aprietos.
¿Podemos escapar de esta situación gracias al avance tecnológico eliminando en determinados ámbitos del poder social la mediación humana? Creo que habría que ser prudente antes de responder “sí”.
Se deben tener en cuenta tres cosas. En primer lugar: si la democracia ha de ser el gobierno del pueblo, es un contrasentido trabajar con sistemas que para la mayoría de los ciudadanos son prácticamente incomprensibles. Esos sistemas (y este es el segundo problema) pueden ser confiables, pero también sordos a las decisiones colectivas. La moneda digital es en muchos aspectos inmune a la manipulación y la estafa, pero al mismo tiempo esto impide la intervención política del estado (aumento o disminución de la cantidad de dinero, la tasa de cambio). El poder de los mercados, es decir de los ricos, crece más que un posible control democrático por parte de la sociedad. Y por último: en una sociedad en la que las relaciones interhumanas están más o menos marcadas por la mediación de sistemas no personales, ampliar el poder de esos sistemas puede ser un factor de riesgo.
6 de diciembre de 2017 | Geraldine de Bastion
Foto: Roger von Heereman / Konnektiv
En un debate que se dio en una conferencia a la que pude asistir esta semana en Río de Janeiro, algunos jóvenes decían con entusiasmo que las nuevas tecnologías como el
blockchain crearán condiciones justas en los sistemas comerciales y que hasta podrían ser el futuro de un gobierno transparente y sin corrupción. La consigna del panel era
Trust in trustless systems.
A la tecnología del
blockchain se le dice
trustless porque se trata de un sistema descentralizado: por ejemplo, un usuario puede transferirle a otro dinero directamente sin tener que confiar en ningún tercero (en este caso, un banco). La confianza en esta tecnología es grande. Estamos desplazando la confianza interpersonal a la tecnología: los padres vigilan a los hijos por GPS, o peor, con cámaras de seguridad en la habitación de los hijos.
Ahora bien, la confianza es un importante punto de partida, no sólo para las relaciones interpersonales sino también para los sistemas democráticos. Se plantea, pues, la pregunta de hasta qué punto es deseable transferir la confianza interpersonal a la tecnología, sobre todo en una época en la que la confianza en instituciones políticas decae constantemente.
Me pregunto qué puede aportar cada uno de nosotros para que volvamos a tener menos miedo al cambio y más confianza en la humanidad. ¿O es verdad que el control es mejor que la confianza?
28 de noviembre 2017 | Luis Felipe Miguel
Foto: Regina Dalcastagne
Las tecnologías son herramientas: las podemos usar para los fines más diversos. Sin embargo, las herramientas provienen del espíritu inventor del hombre y son proyectadas para un objetivo determinado según el deseo de quien las has desarrollado.
Las nuevas tecnologías de información y comunicación han inaugurado un universo de aplicaciones posibles. Algunos vieron allí la promesa de una democracia más participativa que permitiera un debate público más amplio e incluso la integración de todos en los procesos de decisión. Pero los consorcios que están a la cabeza de la innovación tecnológica quieren otra cosa: no un ágora virtual sino un mercado global constante. En primer lugar está el desarrollo de Internet como lugar seguro para transacciones comerciales. El software propietario, es decir, cerrado en sí mismo, determina el formato de la interacción entre los usuarios e impide una nueva apropiación de las herramientas para otros fines. Big Data y la vigilancia constante de nuestros movimientos en la red amplían el poder de orientar nuestra conducta que tiene la publicidad tanto comercial como política.
Las redes sociales nos destierran a “burbujas” y, de modo paradójico, reducen nuestro contacto con la diversidad social del mundo. La obsolescencia planeada –es decir la poca duración– del software y de los aparatos tecnológicos nos empuja a una espiral de consumismo.
Las empresas son “profetas armados”, en el sentido que le da Maquiavelo. Tienen el poder de producir realidad. Pero nosotros podemos hacer nuestros esfuerzos a través de otras vías. La primera generación de utopías digitales democráticas estaba todavía muy centrada en las elecciones y descuidó la significativa dimensión de la acción política, como la instauración de temas o la posibilidad de hacerse oír efectivamente en los debates. Las nuevas iniciativas intentan afrontar estos desafíos poniendo el foco en grupos pequeños y una participación más intensiva, lo que parece sensato. Pero los problemas políticos tienen su raíz en la acción social y nunca se resuelven con medios políticos. Para la construcción de una sociedad más democrática debemos enfrentar algunas tendencias críticas de la actual fase del capitalismo que a su vez se ven estimuladas por las nuevas tecnologías: aislamiento en la vida privada, incomunicación entre las personas, consumismo, desvalorización de la fuerza de trabajo y concentración de la riqueza. Si se quiere luchar por la solidaridad, el respeto mutuo y la igualdad, un uso creativo de las nuevas tecnologías de información y comunicación debe combinar la interacción “virtual” con la “real”.
24 de noviembre de 2017 | Kübra Gümüşay
Foto: Mirza Odabaşı
Para mí Internet era un espacio en su mayor parte inclusivo, pero ahora, según mi opinión, ha dejado de serlo casi por completo. Quien tenía acceso a una computadora y a una conexión, podía observar los procesos intelectuales más diversos, sumergirse en subculturas y comunidades del otro extremo del mundo. Eso era lo que para mí distinguía a Internet. Uno podía arrimarse a un lugar sin conocer las leyes implícitas, las reglas del juego de cada ambiente. Sencillamente escuchar, observar... preguntar, aprender. Cosas que jamás habrían sido posibles offline. Yo no habría sabido que existía determinada escena ni dónde encontrarla y si hubiera sabido las dos cosas, no habría sabido qué ponerme o como portarme en ese lugar sin exhibirme como "extranjera". Para mí Internet era un lugar del encuentro, de la reflexión, mejor aun, sencillamente del pensamiento.
Y eso es lo que me parece que cada vez tiene menos lugar o directamente ninguno: el pensamiento público. Veo que cada vez es más la gente que tiene miedo de expresarse; que solamente publicamos las opiniones que están pensadas hasta el final, hasta la última coma. Hay muchas razones para eso... desde nuestra cultura discursiva tóxica, lo reacios que somos a concederle al otro (y a nosotros mismos) una evolución, hasta la conciencia de que todo lo que escribimos en la red se eternizará hasta el infinito. Esto nos quita la libertad de pensar públicamente, de participar en los procesos de pensamiento... y en consecuencia, desarrollamos una cultura en la que los espacio en que reflexionamos desde el fundamento son cada vez más pequeños o exclusivos.
¿Cómo logramos entonces que no sólo un pequeño grupo de personas vea y desarrolle un futuro digital positivo? Pienso que sería de ayuda si nos arriesgamos (de nuevo) a pensar libre y públicamente. Pensar en voz alta. Crear espacios inclusivos en los que las personas puedan escuchar, observar, preguntar, aprender y participar. Esto, por un lado.
Por otro, promoviendo activamente esos espacios, esa cultura. A través del arte, la cultura y el entretenimiento. La música, el cine, las series, las novelas y las artes visuales. Elevar el pensamiento público, el pensamiento reflexivo, el pensamiento profundo y hacer de ellos una cultura de la que participe toda la sociedad.
Y de algún modo, poner esos temas a disposición de aquellos que son los involucrados y directamente afectados.
Sí, escribiría eso, si me pusiera a pensar públicamente.
22 de noviembre de 2017 | Geraldine de Bastion
Foto: Roger von Heereman / Konnektiv
Cuando estudiaba en la universidad, obras de referencia como Mehr direkte Demokratie wagen (Arriesgarse a más democracia directa) o autores como Benjamin Barber nos hacían reflexionar sobre otras formas de democracia, diferentes de la clásica democracia representativa. Al mismo tiempo, Internet se fue difundiendo y pareció que con ella surgían posibilidades de volver realidad formatos de participación directa.
Ahora, tiempo después, parece que es poco lo que hicimos con esas ideas y posibilidades. El cambio digital no revolucionó como esperábamos la inclusión de los ciudadanos en el proceso de decisión. Las estructuras partidarias y gubernamentales siguen inalteradas. Las utopías digitales de entonces se han reemplazado por representaciones distópicas, como la de la asunción de la inteligencia artificial y la de una vigilancia total.
Por suerte, a lo largo de todo el mundo hay iniciativas globales y locales que plantean sus propios temas, tienen nuevas concepciones de la producción y la convivencia y elaboran las tecnologías correspondientes. Y de esto forman partes diversos principios, como el de la
circular economy –un modelo económico, en el que se reutilizan todos los recursos usados en la producción–, la
sharing economy –un modelo para el uso común de recursos tales como medios de transporte y herramientas–, la
holacracy –una forma de organización en la que las rígidas jerarquías son reemplazadas por grupos autoorganizados– y el
co-living –en el que no sólo se vive sino que también se trabaja bajo el mismo techo–.
El miedo del cambio es terreno fértil para el populismo. Creo que necesitamos visiones del futuro positivas para poder contrarrestarlo. Y esto también significa la visión positiva de un futuro digital. ¿Cómo llegar a una amplia franja de la opinión pública y darles a personas que se sienten postergadas la posibilidad de participar en la creación de la agenda política y social? ¿Cómo logar que no sólo un pequeño grupo de personas vea y desarrolle un futuro digital positivo?
20 de noviembre de 2017 | Luis Felipe Miguel
Foto: Regina Dalcastagne
La pregunta es: ¿por qué funciona tan mal la democracia? Si de hecho significa “el poder del pueblo”, ¿por qué no se traduce este poder en una política para las mayorías o una garantía de todos los derechos? Pienso que el éxito de discursos xenófobos, racistas, homofóbicos y misóginos de los políticos de extrema derecha tiene que ver con déficits de nuestro orden democrático. Las personas ven diariamente que los gobiernos actúan en contra de sus deseos, toman medidas autoritarias contra los pobres para ayudar a los ricos y recortan programas sociales para salvar a los bancos.
La acentuación de la crisis global hizo que este cuadro se manifestara con nitidez. El discurso de la derecha ejerce una especie compensación en la medida en que culpa a los grupos más débiles de la población y alimenta la ilusión de que un caudillo habla por todos. Para aislar a los partidos de derecha, el establishment tiene que aceptar una distribución más justa de los costos de la crisis entre privilegiados y no provilegiados, es decir, concederles mejores condiciones a la clase trabajadora, a los pobres y a los marginados. Lamentablemente, los grupos gobernantes están en una situación que les permite poner en primer lugar sus propios intereses.
Brasil, mi país, es un ejemplo. Un hombre, sobre el cual un portal de noticias australiano preguntó si no era “
el político más repulsivo del mundo”, goza hoy del apoyo de grandes sectores empresariales porque parece ser la única alternativa a un regreso de un gobierno que apuesta a la distribución de la riqueza.
Sólo una “democracia más democrática”, con más oportunidades de participación directa, educación política e influencia igualitaria puede borrar de la escena a la extrema derecha.
17 de noviembre de 2017 | Kübra Gümüşay
Foto: Mirza Odabaşı
Si queremos entender cómo fue que el populismo de derecha pudo fortalecerse tanto en nuestras sociedades, en Europa occidental y en los Estados Unidos, tenemos que analizar sus estrategias. Una de ellas es el dictado de los temas que nos ocuparán a nosotros –“nosotros” quiere decir todos los que estamos por una sociedad plural y abierta–. Pero también hay un dictado del modo en que nosotros abordamos esos temas. Y también se nos dicta el modo en que repetimos el mismo abordaje.
Mediante provocaciones calculadas, los populistas de derecha lograron dominar ampliamente la agenda política y mediática de Alemania. Nosotros reaccionamos a cada una de sus provocaciones. Por un lado, nos indignamos y creímos habernos elevado porque ellos ofrecieron un flanco débil en el plano moral. Por otro lado, vimos allí la misión de discutir, elucidar esos temas para evitar el reproche de que se tapaban los temas delicados o se prohibía el pensamiento. Un buen ejemplo de esa imposicion son las declaraciones de de Alexander Gaulands (AfD) sobre el jugador de la selección alemana Jérôme Boateng. Gauland dijo que la “gente” no querría tener a un “Boateng” de vecino. A continuación, en todos los medios se discutió si Boateng era un buen vecino, otros se burlaron de Boateng y otros entrevistaron a los vecinos del jugador. Y de repente, nos encontramos con cuestionamientos que atentaban contra la dignidad humana e iban en la dirección de “¿Las personas negras pueden ser buenos vecinos?”.
Ya la discusión de esos temas en ese nivel es un logro de la dictadura de contenidos que han impuesto los populistas de derecha. Pues así elevamos sus insultos y sus intenciones destructivas a la categoría de “opiniones” legítimas, aunque sean, por ejemplo, claramente racistas e hirientes de la condición humana.
Pero la respuesta a esto no es ignorar a la AfD y sus provocaciones y así dejarles la vía libre sino que debemos reflexionar muy bien el modo en que reaccionamos. Por ejemplo, poniendo al descubierto que ellos provocan conscientemente. Es decir, quitarles la máscara a los populistas de derecha y a sus estrategias, en lugar de caer en sus trampas. Alianzas políticas más fuertes contra la derecha sólo podrán surgir cuando tengamos nuestra propia agenda. Poner sobre el tapete algunos temas en lugar de someterse a la dictadura de los temas de la derecha. Eso significa trabajo, lucha y sudor. Pero es un camino que vale la pena recorrer.
14 de noviembre 2017 | Geraldine de Bastion
Photo: Roger von Heereman / Konnektiv Querida Kübra, querido Felipe, es un placer para mí empezar con ustedes el debate, que seguirá en las próximas semanas y que compartiremos con nuestros lectores y lectoras: dialogaremos sobre las causas del avance de las corrientes nacionalistas y populistas y también sobre lo que podemos hacer contra esos movimientos.
El sábado pasado manifestaron decenas de miles de nacionalistas y radicales de derecha en Varsovia, la capital de Polonia. Según un informe de la CNN los manifestantes llevaban carteles en los que se podía leer “White Europe, Europe must be white” (Europa blanca, Europa debe ser blanca) y “Pray for an Islamic Holocaust” (Recen por un holocausto islámico). Los expertos dicen que fue una de las manifestaciones mas grandes de la extrema derecha de los últimos años.
El populismo de derecha parece haber penetrado en Europa. En Polonia, Hungría, República Checa, pero también en Francia y Alemania, los populistas de derecha tienen representación parlamentaria o incluso son gobierno. Lo que muchos siguen sin querer ver ya se ha vuelto realidad: ser de derecha hoy es aceptable.
Durante la jornada electoral y en las semanas siguiente observé la reacción de los otros partidos ante el ingreso de la populista AfD en el parlamento alemán. La reacción fue claramente adoptar una postura orientada según las consignas electorales de la AfD. Entiéndase: limitar la inmigración. ¿Por qué no se posicionan más políticos de modo explícito contra las consignas de la derecha? ¿Por qué todavía no hay en Europa alianzas políticas más fuertes en contra de la derecha?