Imágenes en reposo
A la conquista del tiempo perdido
Ritmo lento, banda sonora sobria, ambiente monástico: la historia del cine está salpicada de gestos de resistencia frente a la tiranía del tiempo frenético impuesto por el sistema capitalista. André Lavoie evoca algunos de esos paréntesis temporales que han marcado la historia del cine de ayer y de hoy.
En el libro Historia del cine (Blume, 2021 [2004]), el historiador y crítico de cine británico Mark Cousins subraya un suceso determinante para entender el ritmo frenético y los efectos de montaje desordenados que dominarían el cine comercial en la década de 1980… y en las siguientes. En 1981, en la inauguración del canal Music Television Network (MTV), el primer videoclip que se difundió fue el del grupo The Buggles con una canción titulada “Video Killed the Radio Star”. La canción no sólo anticipaba una revolución tecnológica y musical, sino que su estética autorizaba una forma de usar el montaje que desafiaba todas las convenciones espaciotemporales, incluida la regla fundamental de la invisibilidad, tan apreciada en el cine clásico.
Evidentemente, Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard, Rainer Werner Fassbinder, Yasujirō Ozu o Federico Fellini no esperaron a que MTV les diera permiso para alterar las convenciones, sacudir las costumbres y pasar por alto los dictados del academicismo. Lo mismo sucedió con sus herederos, que provenían de países y regiones tan diversos como Irán (Abbas Kiarostami), Hungría (Bela Tarr), Turquía (Nuri Bilgi Ceylan), México (Carlos Reygadas), o Quebec (Denis Côté). ¿Qué tienen en común? Muy poco; apenas una mirada contemplativa sobre el mundo que prefiere salirse de la velocidad impuesta por la globalización y el neoliberalismo para observarlo con un poco de distancia. O incluso insertarse en un inmovilismo desestabilizador.
En Vive l’amour (1994), el cineasta taiwanés Tsai Ming-Liang, cuyo pesimismo se inspira abiertamente en el de Fassbinder, una mujer llora largos minutos en medio de un parque, la cámara no hace más que observarla y, así, resaltar la angustia y la soledad de los citadinos. Esta película, prácticamente sin diálogos, sedujo al comité organizador del Festival de Venecia, que, sin embargo, presionó a Tsai Ming-Liang para que redujera la duración de la secuencia, pues le pareció exageradamente larga. El cineasta, sin intimidarse en absoluto por el aura de prestigio del evento, se negó a plegarse a la solicitud. Ese año, regresó a casa con un León de Oro bajo el brazo.
Fassbinder, fallecido en 1982, habría aplaudido el triunfo al ver que su legado adoptaba nuevas formas. Su manera única de estirar el tiempo, con el objetivo de destilar un ambiente opresor y de ajustar cuentas con la Alemania de la pre y de la posguerra, aún no ha dejado de “exportarse”, pues varios cineastas aprovechan alegremente su forma de usar el radicalismo asumido. Pues no importa que su estilo ancle un relato en el presente (Las amargas lágrimas de Petra von Kant) o en el siglo XIX (Effi Briest), nada altera la manera en la que hunde a sus personajes en una melancolía que nunca ha dejado a nadie indiferente.
Phillip Winter (Rüdiger Vogler) sufre un bloqueo de escritor en "Alicia en las ciudades" de Wim Wender. | © Filmverlag der Autoren/Wim Wenders Stiftung Uno de sus compatriotas aprendió la lección y arrancó su carrera en el momento en que el enfant terrible del cine alemán reinaba sin competencia. Wim Wenders también tendría su momento de gloria, con mucha influencia del cine estadounidense. Pero más allá de la fascinación por el cine noir (El amigo americano) o la ciencia ficción (El estado de las cosas, Hasta el fin del mundo), cuando parece estar más inspirado es cuando sigue los pasos de las road movies. Pero los viajes de Wenders rara vez terminan pronto, y da la impresión de que Alemania es tan vasta como Estados Unidos (Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo). Es en esas tierras donde filmará una de sus obras maestras, Paris, Texas (1984), título enigmático para una película hecha en una época ostentosa y superficial. En esta historia de filiación y de redención, con paisajes de los westerns y un ambiente melancólico digno de Antonioni, todo pasa por la mirada vacía y el mutismo del personaje representado por Harry Dean Stanton, actor de serie B cuya carrera tomaría una trayectoria inesperada y mucho más prestigiosa gracias a la consagración de la película en el Festival de Cannes.
Si todavía no están convencidos, presten atención a los discursos sobre Drive My Car (2021), del cineasta japonés Ryusuke Hamaguchi. Como cantaleta, la cuestión de la lentitud regresa sin cesar, como si la toma de postura estética y narrativa ocultara por completo las ambiciones y los retos narrativos de la película. Según varios, su singularidad se vuelve de pronto su principal defecto, sobre todo si tenemos cerca el control remoto y podemos ver hacia otro lado…
En este contexto, ¿sobrevivirán al tiempo presente cineastas como Alain Resnais (El año pasado en Marienbad), Chris Marker (La Jetée) y tantos otros de su temple? Quizá sí, pero se verán restringidos a una marginalidad mayor, ya que, a menos de que se salieran de la función, quienes disertaban sobre sus películas las habían visto de principio a fin. Era una simple postura de curiosidad cinéfila y de honestidad intelectual. Valores incompatibles con la tiranía del “clickbait” y la manía del “swiper”.
Como un viejo sabio, Alain Tanner, cineasta de origen suizo, pero cuyas películas jamás se sometieron a la precisión de un reloj, presenta uno en primer plano en una de sus películas más famosas, En la ciudad blanca (1983). Desconcertado por ver que las manecillas giran en sentido contrario, el marinero encarnado por Bruno Ganz interpela a la mesera del bar:
—¡Su reloj gira al revés! —le dice con una sonrisa irónica.
Y la mesera le responde:
—No, va bien. Es el mundo el que gira al revés.
Evidentemente, Ingmar Bergman, Jean-Luc Godard, Rainer Werner Fassbinder, Yasujirō Ozu o Federico Fellini no esperaron a que MTV les diera permiso para alterar las convenciones, sacudir las costumbres y pasar por alto los dictados del academicismo. Lo mismo sucedió con sus herederos, que provenían de países y regiones tan diversos como Irán (Abbas Kiarostami), Hungría (Bela Tarr), Turquía (Nuri Bilgi Ceylan), México (Carlos Reygadas), o Quebec (Denis Côté). ¿Qué tienen en común? Muy poco; apenas una mirada contemplativa sobre el mundo que prefiere salirse de la velocidad impuesta por la globalización y el neoliberalismo para observarlo con un poco de distancia. O incluso insertarse en un inmovilismo desestabilizador.
La mujer que llora
Algunos ven en esta postura estática una voluntad salvaje de desmarcarse y de incomodar, limitándose a un universo cinematográfico paralelo, el de los festivales. Pero incluso en esos lugares, que algunos conciben como refugios, la mirada meditativa se puede convertir en una fuente de escándalo o de incertidumbre en sí misma.En Vive l’amour (1994), el cineasta taiwanés Tsai Ming-Liang, cuyo pesimismo se inspira abiertamente en el de Fassbinder, una mujer llora largos minutos en medio de un parque, la cámara no hace más que observarla y, así, resaltar la angustia y la soledad de los citadinos. Esta película, prácticamente sin diálogos, sedujo al comité organizador del Festival de Venecia, que, sin embargo, presionó a Tsai Ming-Liang para que redujera la duración de la secuencia, pues le pareció exageradamente larga. El cineasta, sin intimidarse en absoluto por el aura de prestigio del evento, se negó a plegarse a la solicitud. Ese año, regresó a casa con un León de Oro bajo el brazo.
Fassbinder, fallecido en 1982, habría aplaudido el triunfo al ver que su legado adoptaba nuevas formas. Su manera única de estirar el tiempo, con el objetivo de destilar un ambiente opresor y de ajustar cuentas con la Alemania de la pre y de la posguerra, aún no ha dejado de “exportarse”, pues varios cineastas aprovechan alegremente su forma de usar el radicalismo asumido. Pues no importa que su estilo ancle un relato en el presente (Las amargas lágrimas de Petra von Kant) o en el siglo XIX (Effi Briest), nada altera la manera en la que hunde a sus personajes en una melancolía que nunca ha dejado a nadie indiferente.
Phillip Winter (Rüdiger Vogler) sufre un bloqueo de escritor en "Alicia en las ciudades" de Wim Wender. | © Filmverlag der Autoren/Wim Wenders Stiftung Uno de sus compatriotas aprendió la lección y arrancó su carrera en el momento en que el enfant terrible del cine alemán reinaba sin competencia. Wim Wenders también tendría su momento de gloria, con mucha influencia del cine estadounidense. Pero más allá de la fascinación por el cine noir (El amigo americano) o la ciencia ficción (El estado de las cosas, Hasta el fin del mundo), cuando parece estar más inspirado es cuando sigue los pasos de las road movies. Pero los viajes de Wenders rara vez terminan pronto, y da la impresión de que Alemania es tan vasta como Estados Unidos (Alicia en las ciudades, En el curso del tiempo). Es en esas tierras donde filmará una de sus obras maestras, Paris, Texas (1984), título enigmático para una película hecha en una época ostentosa y superficial. En esta historia de filiación y de redención, con paisajes de los westerns y un ambiente melancólico digno de Antonioni, todo pasa por la mirada vacía y el mutismo del personaje representado por Harry Dean Stanton, actor de serie B cuya carrera tomaría una trayectoria inesperada y mucho más prestigiosa gracias a la consagración de la película en el Festival de Cannes.
¿Sobrevivirán a Netflix?
¿Le tenemos un miedo colectivo a la languidez cinematográfica? La época actual, marcada por dos años de pandemia y una transformación de la relación con el cine dada la omnipresencia del streaming, parece celebrar la impaciencia en todas sus formas. Todo esto tiene consecuencias en la forma de contar historias, pues la plataforma Netflix calcula de manera bizantina y opaca la cantidad de vistas de sus producciones. Hace no mucho tiempo, dos minutos frente a una obra cualquiera bastaban para que el utilizador se convirtiera en espectador. Vemos el mismo fenómeno de aceleración en Spotify y sus avatares, donde el ritmo de las canciones debe enganchar al oído desde los primeros segundos para mantener cautivo al escucha.Si todavía no están convencidos, presten atención a los discursos sobre Drive My Car (2021), del cineasta japonés Ryusuke Hamaguchi. Como cantaleta, la cuestión de la lentitud regresa sin cesar, como si la toma de postura estética y narrativa ocultara por completo las ambiciones y los retos narrativos de la película. Según varios, su singularidad se vuelve de pronto su principal defecto, sobre todo si tenemos cerca el control remoto y podemos ver hacia otro lado…
En este contexto, ¿sobrevivirán al tiempo presente cineastas como Alain Resnais (El año pasado en Marienbad), Chris Marker (La Jetée) y tantos otros de su temple? Quizá sí, pero se verán restringidos a una marginalidad mayor, ya que, a menos de que se salieran de la función, quienes disertaban sobre sus películas las habían visto de principio a fin. Era una simple postura de curiosidad cinéfila y de honestidad intelectual. Valores incompatibles con la tiranía del “clickbait” y la manía del “swiper”.
Como un viejo sabio, Alain Tanner, cineasta de origen suizo, pero cuyas películas jamás se sometieron a la precisión de un reloj, presenta uno en primer plano en una de sus películas más famosas, En la ciudad blanca (1983). Desconcertado por ver que las manecillas giran en sentido contrario, el marinero encarnado por Bruno Ganz interpela a la mesera del bar:
—¡Su reloj gira al revés! —le dice con una sonrisa irónica.
Y la mesera le responde:
—No, va bien. Es el mundo el que gira al revés.