El dramaturgo e investigador chileno Mauricio Barría Jara fue uno de los asistentes a la muestra final del Curso de Especialización en Dramaturgia y Teatro Político, en Lima. Esta es la primera entrega de su reflexión.
Llegamos al sitio del encuentro. Es un antiguo cine del barrio de Chorrillos: el Olaya. La fachada aún conserva esa cierta elegancia de los cines de los 50. De su interior solo queda la estructura de concreto armado y la desnudez de su techumbre de zinc. Es un espacio inquietante, cuando nos percatamos de que su pasado ha sido en cierto modo borrado, hay poco que recuerde que era un cine; hoy, más bien, se nos aparece como un amplio galpón, sede de un promisorio Centro Cultural. No puedo evitar pensar en las películas que se proyectaron aquí, pienso en las personas que lloraron, que rieron o amaron en este sitio cuando todavía tenía butacas. Pienso en la ciudad que albergaba ese lugar, en los viejos almacenes, de los que aún hay rastros, en formas de vida, de habitar la ciudad, que tal vez hoy ya no están más. Pienso todo aquello, pero lo cierto, es que estamos aquí, yo por primera vez en Lima, inundado del sopor insomne de un viaje que había iniciado a las 3 a.m. en Santiago, en una ciudad cálida en medio del invierno, en la que la presencia del mar golpea secretamente.
Son las 4 p.m., el espacio bulle de expectación. Yo no sé mucho de lo que va a pasar. Sé que es la muestra final de un taller de dramaturgia sobre teatro y memoria, que se ha desarrollado por más de nueve meses. Me explican, me ponen en situación, tomo un café, converso con el distinguido director y dramaturgo limeño Alfonso Santistevan, uno de los profesores del curso. Intento imaginar, me genera una alegre extrañeza que de lo que se trata es de ejercicios dramatúrgicos de memoria, de un curso en el que participaron 22 personas y no todas vinculadas directamente a la escena. Que fue un grupo y un trabajo interdisciplinario. Son muchas propuestas, exactamente 20 las que irán manifestándose en el lapso de cuatro horas.
A eso de la 4:30 p.m. inicia la jornada. Nos invitan a pasar a un lugar en medio de ese espacio atiborrado de personas y vacío de su historia. Nos enfrentamos a una mesa: una mujer, una actriz, ha desplegado sobre ella una serie de fotos, pronto sabremos que son sus padres y abuelos, nos vamos enterando de que ella es en parte nieta de campesinos y en parte, de citadinos. Ella enfatiza la contradicción, ella carga la contradicción como un doble de cuerpo y, sin embargo, todo ello es contado desde fotos, desde su álbum familiar, el que hoy se desperdiga junto con otros documentos sobre esa mesa de operación en la que tiene lugar un teatro anatómico de la memoria, de su memoria, de su memoria reconstruida a partir del relato de sus abuelos, memoria no vivida, experiencia en el relato, como extensiones o prótesis habitan en su cuerpo en el presente de su versión. Teatro anatómico, pues claro está que el cuerpo no es solo la evidencia física de nuestra anatomía, es también su doble sutil, es decir, el aura de nuestros antepasados. Eso era “Hombres escalera”.
Entonces, una voz nos invita a movilizarnos y nos conduce a un siguiente lugar. Comienzo a entender que de lo que se tratará es de ir construyendo una deriva por el espacio, que las diversas propuestas constituirán estaciones de una suerte de dramaturgia topológica. Efectivamente, los tonos e intensidades, así como los recursos irán variando de estación en estación generando una muestra muy heterogénea, también en sus logros. Continuamos con “Carnaval” una puesta en escena de corte realista-fantástico, en la que la presencia de una transmisión radial nos sitúa en un tiempo anterior al presente, nuevamente se tematiza la relación campo ciudad, pero esta vez el recurso es la ficción, un teatro de ficción o si se quiere un realismo fantástico, como el de Ulfo, en el que vivos y muertos conviven simultáneamente. Luego, cruzamos al otro extremo del galpón y nos encontramos con una mujer, quien aparentemente nos cuenta sobre su proceso de escritura y la imposibilidad de culminarlo. “Carguyoc” se llama. Son interesantes, en este caso, determinadas soluciones escénicas que hablan de algo diferente a la dramaturgia en proceso. Memoria y deuda son aquí un punto de tensión, eje que irá repitiéndose posteriormente.
Una vez culminada esta secuencia somos invitados a mirar a través de una ventana que comunica a una habitación contigua en el mismo entorno. La ventana genera un auténtico teatrito por el que espiamos la escena. Vemos “La jaula se abre” sobre el indulto a Fujimori y sus contubernios con la prensa y el poder judicial. Una escena en tono paródico que logra retratar al personaje sin contarnos algo nuevo sobre él o sobre la situación. Por primera vez hay una alusión más directa a la memoria política.
La cantidad de asistentes comienza a ser una dificultad al momento de lograr ver todas las muestras; es lo que sucede con la siguiente obra, “Tullullantapas Tariruyman”, que transcurre en una habitación. En este caso alcanzo a mirar de reojo y a escuchar con dificultad, pero logro entrar. Es una pieza pequeña en la que hay una performer, un Data, un equipo de amplificación y algunos objetos. Una propuesta de corte documental en la que la autora nos lleva a interrogar la relación entre memoria y olvido. Desde la enfatización del carácter autobiográfico, al igual que la mesa anatómica del comienzo, aquí nuevamente se manifiesta el proceso como la obra misma y, por primera vez, se tematiza un eje que se reiterará permanentemente en otras escenificaciones: la situación de los desparecidos durante la guerrilla a manos de los militares y de los grupos terroristas. La memoria como deuda, como urgencia de una nieta de tener que reconstituir una historia ocurrida en la casa de su abuelo. Aunque la puesta en escena no lograba atarse completamente, la diversidad de recursos generaba una dinámica potente en el relato performático, el ejercicio lograba instalar una vez más el problema del proceso de investigación como el asunto: la memoria como pesquisa.
Esta primera parte cerrará con otras cinco muestras disímiles, a mi juicio, en sus logros: “1977-Festival de ligaduras” una mezcla entre clown y obra con moraleja en la que un personaje parodia a ese famoso médico que se disfrazaba de payaso para divertir a los niños leucémicos de un hospital en Estados Unidos. Pero esta vez, su paciente es una mujer víctima de esterilización durante el régimen de Fujimori. Lo que parece en principio una buena idea termina por ser una propuesta ambigua que no logra desplazar la condición de víctima de la víctima insistiendo en que, de algún modo, debemos sentir pena por aquella.
Lo mismo ocurre con “Despertares”, trabajo de gran intensidad, con una estética reconocible, que recuerda en algo los trabajos de Yuyachkani. Una potente historia de campesinas desaparecidas en tono de denuncia, pero en la que nuevamente la figura de la víctima queda encerrada en su condición fatal, evidentemente, la densidad de lo que se narra no nos deja indemnes. En el caso de “La hija de Marcial” el autor logra una mirada más compleja. A pesar de lo convencional, en términos de forma, este texto es, a mi modo de ver, la propuesta más acabada en tanto escritura, a tal punto que bastó la simple lectura de un fragmento para poder percibir su potencial. Finalmente, dos propuestas de corte más “juvenil” y futurista (en el segundo de los casos): “Ciclo impar” y “La raza”, dramaturgias que están en búsqueda de un lenguaje autoral.
Con estas obras se cerraba la primera parte de este recorrido. No puedo negar mi cansancio, pero ya no era el viaje la razón. Cada propuesta había sumado en mí un nuevo descubrimiento sobre una historia dolorosa del Perú, de la cual uno solo conocía su lado más noticioso. Sin duda, en todos estos ejercicios la memoria aparecía como una urgencia; en cada uno de esos autores y autoras esta urgencia se traducía en compromiso.
Conforme declinaba mi energía, oscurecía en Lima. Había estado cerca de dos horas encerrado en este viejo cine, asistiendo a una función de realidad, que me devolvía a mis propios dolores. Pensé en las diferencias, pensé que al igual que el mercado se globaliza, las formas de exterminio y violencia también siguen patrones comunes. No hay hechos aislados, tampoco hay grandes conspiraciones, lo común en toda nuestra historia reciente como latinoamericanos ha sido la consolidación de un modelo de explotación económica que debía ejercer violencia para insertarse y justificarse. Lo peor es que esta violencia legitimadora o inmunitaria, diría Espósito, sigue completamente vigente, operando no de formas sutiles ni tampoco disuasivas, por el contrario, cada vez más obscena y desparpajada...