Flo Maak
Afterlives / Alterlives

Si un extraño entra a la habitación de una persona fallecida, se siente como un intruso. Esto se debe a que la persona y el medio ambiente son inseparables; las personas sólo devienen ellas mismas en la medida en que se instalen en el mundo. Por eso, algo de los muertos sigue viviendo en su entorno, aun cuando su raciocinio haya desaparecido ya.
 

De Daniel Loick

Ésta es también la razón por la que dejamos intactas las habitaciones de los difuntos después de que éstos hayan dejado de habitarlas: no porque recordemos una presencia pasada de la persona fallecida, sino porque percibimos su presencia viva en las cosas. Así, estas cosas se encuentran justamente en la frontera entre el reino de los muertos y el reino de los vivos: tienen masa y peso y siguen ejerciendo un efecto, pero se han sustraído de su utilidad normal. Para los vivos, las cosas de los muertos son ornamentos.
 
El manejo de los muertos es político. Esto, ya por el simple hecho de que las causas de muerte son políticas: en nuestro mundo, la vida de algunos depende de la vida de otros. Pero los vencedores tampoco dejan a los vencidos descansar en paz. Siguen regulando el orden cultural normativo que fija el valor de la vida y, por tanto, cuáles muertes son dignas de ser lloradas. Si las vidas negras no cuentan, tampoco cuentan las muertes negras. Por eso, recordar los innumerables muertos sin nombre, negarse a olvidar, es un acto de insurrección. La socióloga Ruha Benjamin acuñó para ello el lema adecuado: Black AfterLives Matter. El concepto del afterlife remite al hecho de que la vida no termina con la muerte, sino que sigue obrando en el mundo de una manera específica. Remite a las prácticas espirituales tradicionales diaspóricas e indígenas para expresar esta copresencia de los vivos y los muertos (es decir, quienes siguen vivos de forma póstuma).
 
Pero esto es todavía más complicado. Las relaciones de poder que definen la vida y, por tanto, también la muerte, no siempre transcurren a lo largo de un solo eje: no sólo hay ganadores y perdedores. Más bien, tanto los grupos dominantes como los subalternos se caracterizan internamente por un sinnúmero de relaciones de poder y de fuerzas ligadas de forma interseccional. Esto lo demuestra con creces el caso que subyace a la fotoserie Olga, de Flo Maak. El joven cadete Juan Castillo Morales, que en el lenguaje popular se denomina cariñosamente Juan Soldado, es venerado en algunas regiones del norte de México como santo patrono. Se le considera un santo del pueblo (por contraposición a los santos oficiales de la Iglesia católica), y se le moviliza como figura de resistencia tanto contra las corruptas autoridades locales como contra el régimen fronterizo estadounidense. Debido a que fue muerto a tiros durante una fuga escenificada (es decir, siguiendo el principio de la llamada ley fuga), todavía hoy mujeres y hombres migrantes rezan en su tumba pidiéndole “Juan Soldado, ayúdame a cruzar”, para tener éxito cuando crucen ilegalmente la frontera. Al mismo tiempo, la estilización de este personaje oculta otra forma de injusticia: en 1938, Morales fue condenado (entre otras cosas, debido al testimonio de su propia esposa) por haber violado y asesinado a la niña de ocho años Olga Camacho Martínez. La popularización de Juan Soldado ha contribuido a que Olga caiga cada vez más en el olvido; se sabe poco acerca de su trasfondo y de su historia. En su calidad de niña mexicana, Olga ha sido excluida de manera (por lo menos) doble de la idea hegemónica de lo que es una vida digna de ser vivida; por tanto, también de una muerte digna de ser llorada. El asesinato de Olga es, por un lado, un símbolo del número dramáticamente alto de feminicidios cometidos en México y de la indiferencia generalizada con que éstos se topan. Por otro, este episodio muestra las aporías de una elaboración del duelo concebida políticamente: la posibilidad de hablar con los muertos puede ser comprada con el silencio (y más aún: con el silencio forzado) de otros.
 
Las fotografías de Maak parecen, en un principio, como documentaciones de una fallida sesión espiritista. Dan testimonio de los intentos de comunicación fracasados: las preguntas escritas en vinil en las paredes – Can you hear me?, ¿Me entiendes?, Olga? – parecieran el comienzo de tal sesión. Olga no responde a estas preguntas. La comunicación entre vivos y muertos socava toda expectativa de reciprocidad, porque sus respectivos medios de comunicación son heterogéneos de una forma imposible de traducir. Mientras que los vivos pueden transmitir un mensaje por medio de signos lingüísticos a una receptora, los muertos se expresan de forma material: en los ornamentos en los que están ocultos los rastros de sus vidas, sin importar cuán marginales puedan éstos ser. Este fantasmagórico carácter ornamental se realza en las imágenes de Maak mediante los intensos colores de las superficies. El empleo de la luz hace que el espacio pierda profundidad y obtenga casi una disposición bidimensional, un carácter muy llamativo. De esta manera, las imágenes distancian a la observadora del entorno representado. Lo mismo que las habitaciones de los muertos, las paredes del viejo centro comercial de Tijuana parecen querer decirnos: aquí todavía vive alguien.
 
Más allá de esta heterogeneidad de los medios, la comunicación con Olga se ve minada por una asimetría política. La posición de habla subalterna de Olga se topa con la posición de habla privilegiada de un hombre europeo blanco. En el entorno de la difunta Olga, Maak es un intruso: el artista está tan consciente de la calidad violenta que implicaría cualquier apropiación ingenua de los artefactos locales como de la imagen sobredeterminada de la geografía política de Tijuana como borderland. Por eso, sus mensajes para Olga no son “intervenciones” (una etiqueta con la que se suele denominar el arte en espacios públicos), sino gestos de un autodesistimiento. La comunicación con Olga representa, sobre todo, la imposibilidad de la comunicación: To listen to your silence, Escucho tu silencio. Esto sucede de la manera más obvia donde no se lee ningún mensaje en una colorida pared, sino que sólo hay un entrecomillado vacío: “ ”.
 
La historiadora Michelle Murphy, dándole un giro mínimo al afterlife, acuñó el término de alterlife, es decir, otra vida, “the struggle to exist again, but differently”. La forma en que Maak imbrica los mensajes a Olga con lo ornamental de la ciudad nos señala que nuestra vida está inevitablemente ligada con la vida de los otros. La vida de los otros es otra vida: una vida diferente de la que conocemos y esperamos; por ejemplo, porque representa una vida subalterna, una vida póstuma, o una vida en las cosas (igual que en la naturaleza, en la técnica o en los animales). Todo lo que ves es resultado de una historia de la otra vida: resultado de su belleza y de su violencia. La justicia transgeneracional significa reconocer esta historia: I see you, You happened. Y significa vivir uno mismo de otra manera: Lo siento.
 

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