Inteligencia artificial y creación artística
Fantasear con la pérdida de control

Inteligencia artificial y creación artística
Inteligencia artificial y creación artística | © Franck V / Unsplash

“¿Puede el arte ser al mismo tiempo artificial e inteligente?” es una pregunta que despliega una paradoja: la hipotética (según unos) o potencial (según otros) inteligencia de lo no vivo. La inteligencia, tal como la entendemos ahora, es una capacidad de lo viviente desde el punto de vista biológico y algo cuyo funcionamiento no alcanzamos a comprender del todo.

La inteligencia humana reconcilia lo racional con lo emocional: la lógica con la creatividad, la anticipación con la comprensión del pasado, y también la autoconsciencia. La inteligencia humana constituye un todo complejo, irreductible al desarrollo de ecuaciones algorítmicas. Por lo menos hasta ahora.

Hipotética o potencial, en cualquier caso la inteligencia de lo no viviente se estudia y es objeto de constantes investigaciones. Lo no vivo es, en esencia, lo inanimado: material, objeto, construcción y destrucción, ¿un código? En cuanto puro producto informático, la información está en un tránsito permanente de un punto A a un punto B, a un punto C o Z. Es verdad, no se puede decir que el código está vivo, pero tampoco es completamente inerte como cualquier otro material. Es un objeto de comunicación, artificial, sin potencial intrínseco de evolución. Sin embargo, hoy sabemos que es posible “alimentar” al código para autonomizarlo, cruzarlo con la neurobiología computacional y la lógica matemática con el fin de programar máquinas que imiten lo viviente. Con el código, se puede programar al código para liberarlo de su propio programa: ¿no resulta inteligente entonces este gólem digital?
 

Transferencia de autoridad

El arte, las más de las veces artificial, generalmente está destinado a dejarse captar por inteligencias exteriores a él mismo. Se nos propone un “objeto” más o menos complejo: lo observamos desde diferentes ángulos, consideramos sus componentes, tomamos el conjunto como un todo cerrado. Algunas obras, sin embargo, se presentan bajo formas más fluidas, menos fáciles de captar, más huidizas e imprevisibles. En su obra Through the Haze Of A Machine’s Mind We May Glimpse Our Collective Imaginations (Blade Runner) (2017) el artista canadiense, radicado en Vancouver, Ben Bogart reordenó los píxeles de la banda sonora original de la película Blade Runner. Reorganizada a través del filtro de un algoritmo de aprendizaje, Blader Runner escapa a nuestro entendimiento igual que el proceso que ocurre delante de nuestros ojos: la máquina “trabaja” sobre la base de similitudes cromáticas y espectrales, y lo hace partiendo de una lógica relativa, pero improvisa de tal modo que cualquier expectativa se verá confundida ya que la propuesta visual resultante se renueva constantemente. Mirar la obra es ver lo que ve la mirada de la máquina actuante. Pero esta mirada es ciega, sin intención. En consecuencia, la estructura de la película carece de toda lógica narrativa y brinda al observador una vivencia fílmica contraintuitiva. Los datos de los que se compone la obra escapan a nuestro entendimiento y parecen cumplir las exigencias de otro tipo de inteligencia. Para lograrlo, el artista primero debió permitir esa transferencia de autoridad.
 
Se puede argumentar que la inteligencia de la máquina se sustrae a nuestros criterios usuales pero la causa de esto no es la máquina: es lo que quisimos nosotros desde un principio. Para que la máquina pueda producir algo aleatorio –y así algo que nos parezca que le pertenece a ella– primero fue necesario que alguien quisiera eso y estuviera en condiciones de concebirlo. Y después fue necesario programar la máquina y poner a funcionar el programa informático. Los dadaístas, situacionistas y William S. Burroughs pueden dar testimonio de esta transferencia de autoridad. Entre los antecesores de la creación artificial basada en computadoras hay métodos análogos como el del cut-up, el principio psicogeográfico de la deriva y otros procedimientos de la recombinación. Desde el año 2000 hemos visto aparecer todo un corpus de obras generativas, a menudo alojadas en Internet, cuyo material –a menudo textual–, irreconocible y deformado, proviene de una máquina. EveryLetterCyborg V1.2 (2017-2018) de Xuan Ye, artista nacida en China actualmente radicada en Toronto, es representativa de esta clase de obras. Se trata de una combinación de instalación interactiva y Twitterbot, que parte de un texto existente con el que crea otro nuevo, completamente deconstruido. En este caso, el texto de partida fue A Cyborg Manifesto de Donna Haraway (1984), “recreado” con la ayuda de un algoritmo basado en un método de composición no intencional usado por el escritor Jackson Mac Low en los años sesenta. Cada letra del manifiesto es el comienzo de una nueva palabra elegida de modo aleatorio de la base de datos de un diccionario online. Además, las palabras se ordenan de un modo que no corresponde a las reglas sintácticas habituales. Cada letra se vuelve un cyborg, un micro-gólem de lo informático en el que la obra literaria original experimenta en tiempo real su hibridación digital, en el mundo real y en Twitter. 
   

El material nunca es neutral

De modo similar, la instalación This Is Major Tom To Ground Control (2012) de Véronique Béland, artista de Quebec radicada en Francia, usa un generador automático de textos aleatorios. El generador se activa con la recepción y el análisis de ondas de radio provenientes de los radiotelescopios del Observatorio de París. El texto resultante, que no es uniforme en su coherencia, es leído en tiempo real por una voz sintética. Ese “mensaje del universo” captado de modo constante también es impreso y encuadernado diariamente en forma de libro para “elaborar así un archivo infinito de mensajes del cosmos”. La pregunta que se impone aquí no es necesariamente quién creó la obra sino qué ha creado la obra. En la creación de una obra el material nunca es neutral: siempre transmite su propio potencial, la dirección a la que puede inducir, la marca que él autoriza. Si los algoritmos y los datos pueden escapar a nuestro control –con nuestro permiso–, no pueden escapar a esta exigencia del material en el proceso creativo. ¿No se convierte así el material en un co-creador de la obra?
 
 
All We'd Ever Need Is One Another (2018) de Adam Basanta, artista de Vancouver radicado en Montreal, va incluso un poco más lejos en la idea de incorporar una máquina como elemento co-creador de una obra de arte. Su instalación se presenta como un sistema autónomo que produce arte en un ritmo infinito y regular. La obra consiste en una cadena de imágenes autogeneradas sin intervención del artista salvo la de que él ha orquestado el conjunto. Al comienzo hay dos escáners enfrentados que se escanean entre sí a intervalos regulares según un script informático y generan una imagen abstracta que varía según la luz ambiente. La imagen así creada “es analizada a continuación por una serie de algoritmos de aprendizaje profundo formados sobre una base de datos obras de arte contemporáneo que circulan en el mercado y en instituciones. Cuando una imagen coincide en un 83% con una obra existente, se la ‘valida como arte’ y se la sube a una cuenta de Twitter, a una cuenta de Instagram y a una página web determinada.” Si las correspondencias son particularmente altas, se las imprime directamente en la galería y se las “expone”. Lo que se expone es ante todo el proceso en su conjunto, la computadora que hace los escaneos, que evalúa las similitudes y decide si el resultado es digno de ser calificado de “arte” o si desaparece en el limbo del mundo digital, exactamente allí de donde vino. Como el artista mismo dice, el proceso es “estúpido”: ejecuta un programa sin intención. En cierto sentido, estamos a sólo un salto de un taylorismo en que el artista les ordena a sus asistentes la realización de las obras. En efecto, ¿qué diferencia hay entre el taller de un Olafur Eliasson o un Takashi Murakami y una cadena de producción automatizada, aparte de que los asistentes se reemplazan por scripts informáticos y programas?
 

Alimentar la máquina con lo humano

En octubre de 2018, Christie subastó la primera obra de Inteligencia Artificial. Creada por el colectivo parisino Obvious, llevaba el título de Portrait of Edmond Belamy (2018). Parece una acuarela del siglo pasado y estaba tasada entre 7.000 y 10.000 euros. Dejando de lado el valor monetario y el hecho de que la obra “imita” el arte tradicional y que el futuro propietario no encontrará huella de código alguno, es digno de notar que la obra no está firmada con el nombre del colectivo sino con la ecuación matemática del algoritmo con que se produjo la obra. Así, el artista le permite a la inteligencia artificial convertirse en co-creadora de la obra. Pero es un acto simbólico; en términos legales, el artista “humano” sigue siendo el autor... por lo menos hasta ahora.
 
De todos modos, aun sin voluntad propia y despojadas de cualquier intencionalidad, las máquinas logran, lo hemos visto, crear contenidos que nos “interpelan”. Y para que se hablen a sí mismas de modo aun más convincente, se puede alimentarlas con lo humano. La serie Ossuaires (2018) del franco-canadiense Grégory Chatonsky es una suerte de híbrido de cyborg y caníbal. Está hecha a partir de varios cientos de archivos 3D de huesos humanos y no humanos con que se alimentó una red de neuronas artificiales, proceso por el cual la computadora “aprendió” a crear nuevos huesos. El resultado es una realidad fantástica con su doble oscuro al estilo de Cronenberg: la máquina duda entre reconocimiento y diferencia y al final genera algo familiar, una singularidad parecida. Lo ominoso de este imaginario es la extensión del inconsciente humano por medio del código informático. Este pasaje de un mundo a otro gracias a los GANs (Generative Adversarial Networks, según Wikipedia, un grupo de algoritmos para el aprendizaje sin supervisión) y otros algoritmos de aprendizaje automático, este pasaje de lo análogo a lo digital y después de nuevo a lo analógico deja huellas. Igual que los sueños nocturnos que nos dejan por la mañana con imágenes imprevisibles, la inteligencia artificial que “sueña” el arte no tiene por qué ser inteligente para penetrar en nuestra imaginación y transformar nuestra mirada. Basta con iniciar el programa correcto y no cerrar los ojos cuando ocurre lo impensable. 

 

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