Colombo
Yudhanjaya Wijeratne, Escritor

Portraitbild von Yudhanjaya Wijeratne; er sitzt im Auto und trägt kurze Haare und eine Brille © © Yudhanjaya Wijeratne Yudhanjaya Wijeratne © Yudhanjaya Wijeratne

No es el gesto lo que queda

Inspire me, then, didactic muse,
Beyond clichés and pompous views
      Of Art and Science,
To be dulce et utile,
To speak sweetly and usefully
About the world and th’academy
      And their alliance.


Un amigo quiere morir. No una muerte terrible, sino una legal y sin dolor, en el caso de que se infecte. Por teléfono me comunica que está dispuesto a hacer todo lo que esté en su poder para hacer valer su derecho a la eutanasia. “El sistema de salud ya está llegando al límite, Machang. Lo último que necesitan es un paquete viejo como yo y lo último que quiero es morir con tubos puestos”.

De acuerdo, digo. Apenas un año atrás le hubiera dicho que no. Pero hoy lo que dice tiene sentido. Entonces le digo que sí y paso a la llamada siguiente. Otro amigo, autor de ciencia ficción como yo, tiene la segunda empresa más grande del mundo especializada en pintura de miniaturas, algo que depende de que los coleccionistas de diferentes países puedan gastar dinero y mandarle las figuras sin pintar (para la cual deben funcionar las aduanas y los sistemas económicos de dos países). Ahora les pagará a sus empleados tres salarios y se preparará para la quiebra.

Una amiga está tratando de comprar carne. Quiere cocinarle a su familia algo de buen sabor y sustancioso. Pero las aplicaciones y servicios a domicilio, tan celebrados por todos lados, no llegan hasta su barrio de Colombo. No le cuento que mi madre y yo hemos vuelto a nuestros viejos días, cuando era pequeño y éramos pobres, y ella trabajaba en una fábrica de ropa por treinta dólares al mes. Soja y arroz. Arroz y soja. Ya no somos pobres, pero la carne volvió a ser un lujo. Entonces, soja y arroz.

Mientras tanto las recurrentes búsquedas en redes sociales de información sobre el COVID-19 se convierten en archivos de mi disco duro. Fotos de personas que empeñan su teléfono celular, las joyas que usaron cuando se casaron. Conversaciones sobre rastreo de personas, en las que se urge al gobierno a imitar a Singapur y Taiwán, donde las aplicaciones y la tecnología están combatiendo la curva. A la vez, miro los números de Sri Lanka. El número de los jornaleros que naufragan sin un ingreso fijo. El número de personas sin internet, que están en sus casas y no tienen la posibilidad de usar las aplicaciones y los números de WhatsApp que el gobierno puso a disposición para pedir medicamentos y raciones de comida, ni hablar de un rastreo de personas.

Estamos en una cuarentena sin duración predeterminada. Las personas pierden su sustento mientras exaltados instagramers se despachan desesperados con sus lugares comunes y no comprenden, al parecer, lo mucho que les costará conseguir en los próximos meses dinero de anunciantes. Cada día, cuando los estadounidenses se despiertan, mi twitter se inunda de quejas sobre la extraña mezcla que reina allí de desigualdad, capitalismo hiperhayekianista y poderosos cuasi-monopolios. Después se despierta la India e Internet se llena de ataques de la policía y de oficiales alimentando los perros callejeros.

Nadie sabe cuándo o cómo terminará esto. En mi cabeza, el poeta Seamos Heaney murmura como un dios inquieto:


How do we justify our fates
      As an upper crust
With handfuls of credit cards and dollars
In hands as pale as our white collars?
The question makes me want to holler
      All flesh is dust.
But here, perhaps, I should explain
I was the eldest child of nine
      And I have brothers
Who barkeep, schoolteach — and don’t write.
One labors on a building site.
One milks a herd morning and night
      And in all weathers.
So part of me half stands apart
Beyond the pale of books and art
      And is not moved
Until they justify their place
And win their rights and can keep face,
Until their value for the race
      Is really proven.


Igual que con la muerte, con la COVID-19 o “el coronavirus” se plantean preguntas ontológicas en un sentido más estricto. ¿Existiré yo después de esto? ¿Seguirán estando todos los que son importantes para mí? Si es así, ¿cómo serán las jerarquías en ese tiempo posterior? Si el lenguaje sirve como herramienta para denotar conceptos y sus relaciones, el coronavirus se ha vuelto el concepto de un futuro desconocido, acosado por la recesión y la restricción de libertades que antes se daban por garantizadas, un mundo que se aparta de los derechos individuales y privilegia los de la comunidad, algo con lo que la mayoría de las sociedades asiáticas conocen más que bien.

Sin embargo, toda moneda tiene dos caras. Cualquier canalla puede, bajo determinada luz, aparecer como un héroe. El Sauron de Tolkien pertenece a los malvados, los orcos son criaturas antinaturales a los que es mejor evitar. El biólogo Kirill Eskov reescribió esta historia. En su versión, Sauron es un reformista que se opone a las ideas de raza y feudalismo y está obsesionado con los valores del esfuerzo, la ambición y la igualdad.

También el concepto de COVID-19 tiene dos caras. Los complejos sistemas de eso que designamos naturaleza tienen, por una vez, un descanso de los diarios embates de nuestras ciudades... una idea que los activistas ambientales propagan desde hace años. Las estructuras económicas, que se basan en la demente idea de un crecimiento infinito y cadenas de distribución hiperglobales se desmoronan y dejan lugar a ideas más previsoras y sustentables, como las economías circulares que están más orientadas a las necesidades locales. Las startups sobredimensionadas e inútiles sucumben ante una realidad que poco necesita de los egos de Silicon Valley, alejados de la realidad, a no ser que sirvan para las necesidades básicas.

La mayoría de las celebridades –a menudo figuras infladas mucho más de lo que es su verdadero valor para la sociedad– están siendo puestas en su lugar de entretenedores y han dejado de ser fuentes de sabiduría. Está perdiendo fuerza la tendencia, que duró décadas, de recelo ante los especialistas y glorificación de amateurs semiformados, y también la idea de que todas las opiniones tienen el mismo valor, más allá de lo dañinas o disparatadas que sean. Seguridad alimentaria, salud básica para todos, pasaron de conceptos pisoteados por las ruedas del último Lamborghini a ser las cuestiones más importantes de nuestra cotidianidad.

En 1997 Carl Sagan publicó El mundo y sus demonios, un libro terroríficamente profético donde escribe sobre un tiempo “en el que los increíbles poderes tecnológicos están en manos de unos pocos, y nadie que represente el interés público puede siquiera comprender los problemas; en el que la gente perdió la habilidad de determinar su propia agenda o cuestionar a partir de su propio saber a la autoridad; en el que nos aferramos a nuestros cristales y nerviosos consultamos nuestros horóscopos y ya no somos capaces de distinguir entre lo que nos da una sensación de bienestar y lo que es verdadero y, casi sin darnos cuenta, regresamos a la superstición y la oscuridad...”

Seis meses atrás esta pesadilla era realidad. Y ahora el mundo parece despertar. La ciencia, los datos y la medicina son los nuevos héroes del día. El espacio idílico de A Paradise Built in Hell (Un paraíso levantado en el infierno) de Rebecca Solnit –que yo siempre leí como un relato turístico demasiado optimista o como una gestión de catástrofes al estilo Eat, Pray, Love– ahora de pronto surge en un lugar, y cuando colapsa, aparece en otro, y en otro. En el transcurso de dos semanas, los gobiernos –de Kerala a Alemania– han introducido una especie de ingreso básico y con él una idea que se remonta a Utopía de Tomás Moro. Así, de un día para otro, se hizo realidad una propuesta que quienes toman decisiones políticas rechazaban desde el siglo XVI por delirante.

No trato de quitarle peso al dolor. Lo que quiero es, más bien, hacer una réplica al espíritu de Seamus Heaney, que revolotea en mi cabeza. ¿Cómo justificamos nuestro destino en cuanto artistas, intelectuales, científicos de datos o sea cual sea el grupo al que pertenezcamos y que se recuesta y observa cómo se expande la pesadilla? Lo hacemos asegurándonos de que todas las cosas que hemos ganado de un día para otra no vuelvan a perderse. Nosotros, usted, que lee estas líneas, y yo, que las escribo, con toda probabilidad no somos médicos en la primera línea de fuego o policías ni tenemos una humilde tienda. Nuestra tarea es aprovechar ese privilegio que se nos dio –el privilegio de ser capaces de observar, entender, pensar sobre la resiliencia, pensar sobre lo que es bueno, necesario y honesto, a diferencia del ruido de un sistemas que está condenado a fallar; utilizar el tiempo para preparar nuestro arsenal intelectual y, cuando el mundo se corrija a sí mismo, dar el salto, luchar, mostrar cómo hemos aprendido de los errores y construir un mundo más justo y mejor.

El futuro ya está aquí, sólo que no está distribuido de modo parejo, como el escritor de ciencia ficción William Gibson ha dicho en tantas memorables ocasiones. Cuando los médicos y los enfermeros y sus auxiliares vuelven a sus casas entre aplausos, cuando los políticos y pseudointelectuales vuelven a ocultarse detrás de su demagogia, comienza nuestro turno. No debemos esperar que se nos celebre como héroes. Pero tenemos un trabajo que hacer.

Imaginemos la alternativa. La peste bubónica, sin duda la enfermedad más devastadora que el mundo jamás vio, apareció en tres olas, siempre habiendo mutado de forma. La primera, la Plaga de Justiniano, se llevó a la mitad de la población europea. La Muerte Negra mató a cien millones de personas cuando la población mundial era menos de quinientos millones. La tercera ola se propagó de Yunnan a Hong Kong y de ahí a los Estados Unidos y terminó siendo la Epidemia de San Francisco.

Piensen esto: en un punto de nuestra historia no tan lejana murió una de cada cinco personas en esta Tierra. Pero seguimos aquí. Para decirlo sin rodeos: la codicia, la avaricia, la nobleza, el amor, el odio, la guerra, la paz, todo eso existía antes de esos acontecimientos y aún existe. Emergeremos de nuestros refugios y oficinas, y andaremos por el mundo primero con precaución, después de modo más resuelto y con pasos largos, y volveremos a ser los fetichistas de la guerra que de vez en cuando fuman la pipa de la paz. En cierto punto hasta olvidaremos lo que hemos aprendido y una nueva generación recorrerá el mismo ciclo. De este modo, nuestra gran fortaleza –nuestra capacidad de resistencia, nuestra tendencia a olvidar los horrores del pasado, a no rendirnos– será nuestra gran debilidad.

Es probable que nunca podamos vencer por completo a la historia y la estupidez humanas. Tal vez todo somos una copia mala y barata de Sísifo con ilusiones de grandeza. Pero nos debemos el dar lo mejor de nosotros. ¿Quién dice que todo va a desaparecer?, preguntó Rilke, traducido por Poulin.

Es ist nicht die Geste, die bleibt
jedoch, sie kleidet Dich erneut in Harnisch,
golden von der Brust bis zu den Knien,
und die Schlacht war so rein
dass ein Engel ihn nach Dir trug.

Top