Karatschi
Anam Zakaria, autora y especialista en historia oral

Es de suponer que la política del estado de emergencia y las medidas que se toman para combatirla puedan (y se les permita) formar parte de la política cotidiana, dependiendo de a qué tipo de nueva normalidad queramos volver. Es raro que los Estados renuncien a su control ni a su poder. Es muy posible que el Covid-19 les dé la oportunidad de ejercitar sus músculos y volverse aún más fuertes y poderosos, siempre en nombre de la protección de sus ciudadanes.

De Anam Zakaria

Anam Zakaria  © © Anam Zakaria  Anam Zakaria © Anam Zakaria

¿Cómo influirá la política del estado de emergencia en la política cotidiana? ¿Les beneficiará a los gobiernos semitotalitarios o semidemocráticos que su población entera les haya concedido todas las restricciones que impusieron sin chistar? ¿Se convertirá la emergencia en normalidad?

En este sentido, la pandemia actual de Covid-19 representa una situación nunca antes vista. Desbarató nuestra noción de normalidad, disolvió nuestras prácticas sociales estandarizadas, detuvo nuestras rutinas diarias, paralizó los negocios y la economía y puso de cabeza la manera en la que procuramos a nuestros seres queridos y lloramos a nuestros muertos. Por otro lado, sin embargo, la forma en la que algunos países reaccionan a la crisis, al igual que sus pautas políticas —cuya transformación radical presenciamos—, también reflejan los tiempos anteriores al Coronavirus: aunque las líneas políticas se inviertan de manera más o menos extrema o drástica, eso no necesariamente indica una ruptura con el pasado. Más bien, pueden entenderse como una continuación de las medidas con las que ya coqueteaban los gobiernos respectivos, y que ahora se aceleran con ímpetu, con legitimidad y con el apoyo de la población.
 
comparten la preocupación de que los gobiernos comparten la preocupación de que los gobiernos abusen en un futuro de la vigilancia digital —que ahora se está instituyendo para controlar la propagación del Covid-19—, sobre todo cuando se haya contenido la pandemia. Mientras algunos países se dedican a rastrear itinerarios de viaje; a hacer públicos los datos de ubicación y de las tarjetas de crédito de sus ciudadanes, y a establecer ciertos recursos —tecnologías de reconocimiento facial, códigos de barras digitales, cámaras de vigilancia y drones— para luchar contra la pandemia, muchas personas se preguntan qué consecuencias a largo plazo tendrá el nuevo Coronavirus en los derechos civiles y en la protección de datos. Cómo y por cuánto tiempo se guardarán estos datos, qué uso les dará el Estado y la posibilidad de que se utilicen contra grupos marginados son cuestiones que nos causan malestar a muchas personas. Un rápido vistazo a la historia reciente nos permite vislumbrar que las medidas tomadas en tiempos de crisis no necesariamente tienen fecha de caducidad. La ampliación de la violencia gubernamental durante la emergencia no necesariamente se revertirá en cuanto se reinstaure la “normalidad”. Estos instrumentos, leyes y recursos tienen el potencial de institucionalizarse como herramientas de control. Esto aplica en particular a la vigilancia digital, que en algunos países ya se volvió la norma aunque no se use para combatir una crisis.
 
Después del 11 de septiembre, la vigilancia a la ciudadanía por medio de la tecnología y la inteligencia artificial aumentó a nivel mundial. La Patriot Act , aprobada en Estados Unidos tras el atentado contra el World Trade Center, le concedió mucho más espacio de maniobra al Estado y les permitió a las autoridades espiar a la ciudadanía y recolectar grabaciones telefónicas en nombre del combate contra el terrorismo. Pero Estados Unidos no es el único en tomar esas medidas. Varios otros países ya vigilaban los movimientos y los círculos sociales de su ciudadanía, además de registrar sus actividades en línea y en la vida real, mucho antes de que el Covid-19 apareciera en los titulares. En China han aumentado las reflexiones respecto a la instauración generalizada decámaras de vigilancia y cómo estas violan derechos individuales, al igual que la crítica a un creciente autoritarismo digital en Oriente Próximo. En Paquistán, el gobierno y el servicio secreto han aparecido en los titulares por su vigilancia excesiva y por espiar a sus propies ciudadanes, a sus polítiques y a sus jueces. La manera en la que se usan esos datos en procesos contra periodistas y activistas ya es causa de alarma. Hace casi dos años, el portavoz del ejército y del servicio secreto paquistaníes, el mayor general Asif Ghafoor, acusó a les periodistas de actividades antiestatales en una conferencia de prensa. Por medio de una gráfica y de fotografías se trazaron vínculos entre ciertes periodistas y actores “antiestatales”. Paquistán también ha vivido cada vez más restricciones a las redes sociales, con las cuales pretende contener el disenso. Otros países de la región se encuentran en situaciones similares, en particular Bangladesh, donde se vigilan de cerca las actividades de la ciudadanía y se establecieron medidas de vigilancia. También en India se impusieron tecnologías de vigilancia y de reconocimiento facial en los últimos meses, que han usado para identificar, exponer y atacar a quienes protestan contra la nueva ley de ciudadanía.
 
Lo más probable es que durante la pandemia veamos surgir más modelos y herramientas de vigilancia, con lo que, en muchos países, el registro de los movimientos y actividades de la ciudadanía no serán extraños. Sin embargo, es de esperarse que el Covid-19 les brinde una fachada moral y cierta legitimidad a tales medidas. Las personas están en pánico; aisladas de sus círculos sociales y ante la incertidumbre financiera, cada vez están más dispuestas a ceder. Y, en busca de seguridad, acuden a sus gobiernos e instituciones estatales. Ahora, su dependencia del Estado —de la capacidad de su gobierno para conseguir kits de pruebas, respiradores y equipo de protección; para mejorar la reacción del servicio de salud ante el creciente número de pacientes, y para permitir la seguridad y protección de la ciudadanía— es enorme. Están dispuestas a tolerar las medidas tomadas por las autoridades, porque tienen la esperanza de que sean por su propio bien. Algunes ciudadanes incluso han asumido el deber moral de ayudar al Estado denunciando a sus vecines y cociudadanes que violen los protocolos de seguridad vigentes. Extrañamente, están renunciando al control, e incluso a sus derechos. En mi opinión, la razón radica en el poder de la narrativa: la versión actual es que todas las medidas tomadas ahora por el gobierno son por nuestra propia seguridad. Y seguramente sea cierto.
 
Sin embargo, me preocupan los excesos que podrían perpetrar los gobiernos bajo el manto de esta narrativa. A fin de cuentas, muches estadounidenses apoyaron a su gobierno para la aprobación de la Patriot Act, bajo el supuesto de que les protegería del terrorismo. Bajo esta ley, las violaciones a los derechos humanos se calificaron de daños colaterales. Lo mismo sucedió en Paquistán, donde se abusó de las leyes contra el terrorismo para legitimar el arresto de presuntes enemigues del Estado y para desaparecer activistas. Esperemos que en cuanto se estabilice la cifra de infecciones por Covid-19 y haya una vacuna disponible y asequible, el Estado ya no tenga oportunidad de violar los derechos de su ciudadanía bajo la excusa de protegerla de la pandemia. Sin embargo, una característica de las narrativas es que se pueden modificar, ampliar y remodelar. Siempre se pueden idear o anticipar nuevas amenazas que requieran las mismas medidas que las crisis reales. No hay duda de que la política del estado de excepción y las medidas para el combate de la emergencia pueden filtrarse en la política cotidiana (y lo harán), sea cual sea la forma que cobre la nueva normalidad. Los Estados rara vez renuncian a su control ni a su poder. Tal vez el Covid-19 les dé la oportunidad de ejercitar sus músculos y volverse más osados y poderosos, siempre en nombre de la protección de sus ciudadanes

De hecho, quizás ni siquiera tengamos que esperar a que pase el Covid-19 para ver las consecuencias de estas medidas. Como ya mencioné, no creo que la reacción actual de los Estados constituya una ruptura con el pasado. Tal vez deberíamos más bien entenderla como una prolongación de directrices y prácticas ya existentes. En los últimos meses y años hemos presenciado una creciente represión y un ataque concertado contra la minoría musulmana en India. Por lo tanto, no es sorpresa que, con el pronunciado aumento de contagios de Covid-19, la respuesta sanitaria se haya manchado de los mismos prejuicios y animosidad contra los musulmanes que se han visto fortalecidos durante el actual gobierno del BJP (Partido Bharatiya Janata, por sus siglas en inglés). Con hashtags como #CovidJihad o #CoronaJihad en Twitter, el virus ya se considera un arma biológica musulmana o una #BioJihad contra los hindúes, lo que ha causado una creciente discriminación contra una población ya marginada. Por supuesto, India no será el único país en el que la población más desfavorecida cargue con el peso de la pandemia. En muchos lugares, la brutalidad policial contra grupos marginados, los ataques contra las minorías y el uso de datos para reducir el periodismo libre y la libertad de expresión no harán sino aumentar.
 
En realidad, no hay una manera clara de separar la política del estado de emergencia de la política de la normalidad. La manera en la que reaccionan los países ahora es un reflejo de su forma de reaccionar en el pasado, y abre el camino para nuevas vías y e instrumentos de control en un futuro. En vez de una ruptura, lo más probable es que en los próximos años veamos más continuidad.

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