Si bien nuestras biografías están marcadas fuertemente por el período directo de la dictadura, lo que podríamos considerar un espacio más consciente de nuestra experiencia social y política de Chile ocurre en el período posterior a la dictadura, un momento histórico que en algunos espacios es llamado el período de la “transición”. Los trabajos que comenzamos a hacer con Bonobo tenían directa relación con la experiencia de haber habitado este. El vínculo que había surgido en el ánimo de Chile de abrirse a la participación de democracias liberales propias del primer mundo, al mismo tiempo que hacer una especie de higienización de toda la violencia ocurrida durante casi casi veinte años, marcó de manera ostensible una nueva narrativa donde el lenguaje democrático operaba como un mecanismo para apaciguar los antagonismos, en vez de ser un fondo sobre el cual repensar los cimientos rotos por la dictadura.
Desde esa perspectiva, la experiencia del “diálogo”, una palabra que se repetía sin parar durante aquellos años, no era necesariamente la experiencia radical del encuentro con “otro” y con los antagonismos, sino más bien el ejercicio de controlar e higienizar el diálogo. Lo que se buscaba era erradicar del espacio público antagonismos sociales que eran resultado de la dictadura a través del uso de una narrativa y un lenguaje que ocupaba las palabras de las democracias liberales del primer mundo. Esta extraña operación tenía como resultado una tensión que, creíamos, debía ser expuesta.
El diálogo se transformaba en un medio para poder hablar desesperadamente, generar una especie de nueva taxonomía que tenía nombre para todas las cosas, encontrar palabras que no expusieran exageradamente el antagonismo, sino todo lo contrario, que se refirieran a grupos socioeconómicos en vez de clases, a tolerancia en vez de dialéctica. El diálogo, por lo tanto, se había transformado en un fetiche, una especie de perla que quería mostrar una nueva imagen de Chile alejado del horror y que, como todo fetiche, debía ser capaz de ocultar los modos en que se construye la perla, los antagonismos, la sangre y la crueldad que edificaron “la paz”.
Esta nueva narrativa importada de la experiencia de las democracias liberales ha tenido en el caso particular de Chile otro registro imborrable que permanece hasta hoy: un blanqueamiento del neoliberalismo. Hay una tesis, la cual suscribimos, que plantea que no había forma de instalar la lógica radical neoliberal en Chile por la vía democrática. Por lo tanto, no podemos pensar el discurso pluralista y democrático actual fuera del contexto de erosión de lo social que ha marcado el hábitat neoliberal en el país.
Considerando todo lo anterior, nos planteamos que las obras de Bonobo tenían que rasgar el diálogo, rasgar el fetiche, hiperbolizar las tensiones y los antagonismos que el nuevo lenguaje democrático, paradójicamente, de manera implícita —consciente o inconsciente— deseaba tapar. Nos hicimos una pregunta problemática que ha rondado todas nuestras obras: ¿cómo se manifiesta la violencia en un contexto democrático? Para eso era necesario mostrar personajes y situaciones donde las personas quisieran hacer el bien. Personas que creyeran fervientemente en los valores de las democracias liberales actuales, pero al mismo tiempo la violencia, la crueldad y las heridas no resueltas explotaban frente a sus ojos. Deseábamos que las obras generaran discusión como forma de resaltar los antagonismos y la necesidad de tomar posiciones políticas más allá de una especie de buenismo y mesura omnipresentes en los espacios de discusión. Creemos que, inevitablemente, aún nos seguimos preguntando el porqué de la extrañeza, de la culpa y de la incomodidad a la hora de dialogar. ¿Por qué este diálogo higienizado, cuidado, no termina de cuajar en este país? ¿Por qué relacionamos la palabra “dialogar” con la muerte de la discusión y los antagonismos?