El 11 de septiembre de 1973 abrió en Chile una herida imborrable, donde el anhelo allendista de democracia y libertad fue remplazado por el miedo y la represión, haciendo de esta tierra una grieta larga y oscura.
Durante diecisiete años de dictadura, el terror y la opresión militar silenciaron las voces disidentes, dejando cicatrices profundas en el tejido social y cultural del país. La violación sistemática de los derechos humanos, las miles de personas detenidas, torturadas, ejecutadas y desaparecidas desgarraron el alma y la identidad de la sociedad chilena.
En este contexto, el arte se refugió en la clandestinidad, a menudo censurado y exiliado, buscando ser protesta y entregar un mensaje nostálgico de esperanza y libertad. Y vino la transición y con ella los discursos de unidad, progreso y reconciliación, un intento constante de justificación frente a la barbarie y un bucle de negacionismo y relativización.
El arte vuelve a luz, a tratar de entregar un punto de vista crítico y poético de lo sucedido, alzando la voz frente a la injusticia y convirtiendo el nunca más en una consigna. En los años venideros, los pactos de la clase política mantuvieron el statu quo y se resguardaron en una aparente prosperidad económica, como si fuese posible construir sobre lo recién destruido, como si no importara llevar consigo tanta muerte y desigualdad.
La doctrina del shock, el neoliberalismo y el silencio creían mantener todo en una aparente estabilidad, sin embargo, desde las bases, desde las organizaciones de la sociedad civil, desde los marginados, desde las artes y el descontento resurge la subversión, millones de personas en las calles impulsando un cambio de paradigma sin precedentes, volviendo a la defensa de la causa común para de una vez por todas borrar el legado de la dictadura de Pinochet y su Constitución.
El 18 de octubre de 2019 el hartazgo ciudadano marcaba el punto de no retorno después de largos años de injusticias, inequidad y abusos. Chile buscaba un nuevo pacto social basado en el diálogo, la sinergia y las voluntades, sin embargo, la política del miedo, esa que creíamos que jamás volvería, nuevamente salió a defender los intereses de unos pocos, a truncar los procesos de participación democrática y dejar todo en punto muerto.
Hoy nuestra principal acción de arte es: relevar la importancia de mantener viva la memoria, la valoración de los derechos humanos y contribuir con nuestras voces al llamado desesperado que cincuenta años después sigue exigiendo verdad, justicia y reparación.