Dirijo obras escénicas hace veinte años, en un país donde hace cincuenta años *__________________ *.
Puedes nombrar en la línea que está arriba lo que quieras, o sepas, del golpe militar ejecutado en Chile el 11 de septiembre de 1973.
Digo ejecutado porque así de fuerte fue:
como el caer de una cabeza
en el suelo después de aniquilarla.
Lo que haya sido que nombraras en esa línea, y como sea que se dibuje en tu mente, tiene calles y plazas y caminos, casas y hoteles, escuelas y estadios, desiertos y fondos marinos; en donde las personas se movían sin certeza, sin saber lo que decían o donde miraban o qué ruta hacían al trabajo cada día, si era segura.
La fragilidad del espacio público se hizo evidente
y el encuentro se tornó subversivo.
Dirijo artes escénicas desde la convicción de la temporalidad común: el inefable encuentro de personas en un espacio y por un tiempo definido que intentan observar más o menos lo mismo. Busco recordarle constantemente a ese grupo de personas llamadas público el significado de lo común. Les recuerdo constantemente que están ahí, las hago mirarse entre ellas, quizás para convencerlas de que siempre son más, son un número mayor de gente, que si reuniéramos sus nombres en carteles serían más que los nombres de los que “hacen” la obra.
Elijo los espacios públicos, los espacios comunes para poblarlos. Para que durante ese lapsus temporal, las arquitecturas, las geografías y los teatros se levanten como espacios de propiedad ciudadana donde se instalan lenguajes inventados, y palabras que en su poesía nos devuelven la belleza.
¿Cómo es dirigir artes escénicas en este país donde hace cincuenta años _______________________?, me preguntan. Y solo puedo responder desde el encuentro de esa humanidad que habita ese mismo cielo, frente a lenguajes inventados y palabras
“palabras —un poco de aire
movido por los labios— palabras
para ocultar quizás lo único verdadero:
que respiramos y dejamos de respirar”.